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    La hija del viento, Alejandra Pizarnik

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    «En mi mirada lo he perdido todo/ Es tan lejos pedir/ Tan cerca saber que no hay/ Hija del viento,/  han venido,/  invaden la sangre,/ huelen a plumas,/ a carencias,/ a llanto…/ Pero hace tanta soledad/ que las palabras se suicidan” (Alejandra Pizarnik)
    Intensa, angustiante y breve fue la vida de esta genial escritora, absolutamente inclasificable – si bien algunas biografías la definen como “poeta surrealista.” Pizarnik es hoy un ícono de letras argentinas; tal vez su trágica y prematura muerte (como Alfonsina) haya alimentado el mito de “escritora maldita”. Nacida en Avellaneda, Buenos Aires, en 1936, Alejandra (originalmente Flora) era hija de judíos rusos, escapados de la Europa de entre guerras, sobre la que ya se cernía la sombra de los totalitarismos (varios de sus parientes murieron en campos rusos o nazis). Su infancia fue problemática. Alejandra tartamudeaba, hablaba español con acento extranjero, tenía tendencia a engordar y sus padres la comparaban negativamente con su hermana mayor. En la época adolescente, sin embargo, sus compañeros de colegio la recuerdan como alguien muy sociable, que ya se destacaba por su inteligencia y agudeza de sus comentarios. Ya era una voraz lectora y gustaba de la música de Edith Piaff, Charles Aznavour. Noctámbula, consumía anfetaminas para combatir la depresión, lo que a su vez le provoca insomnio. En 1953 termina el Secundario y el año siguiente ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. También realiza cursos de periodismo y asiste a talleres de pintura. En sus diarios, junto con anotaciones de su vida, comienza a perfilar sus versos que acompaña con dibujos. Alejandra se siente diferente a las chicas de su edad que aspiran a conseguir un empleo y casarse. Su sexualidad es ambigua – tiene acercamientos con hombres y mujeres, aunque ninguna relación parece haber sido fundamental en su vida. “Si no fuera por el dolor, me sentiría igual a esas chicas que van con sus trajecitos en el ómnibus a trabajar todas las mañanas en una oficina.”, escribe en su Diario. En 1955 publica su primer libro de poesía: “La tierra más ajena”, título muy sugestivo. Pizarnik se siente extranjera en su propia ciudad. Le siguen “La última inocencia” (1956) y “Las aventuras perdidas” (1958). Alejandra percibe que únicamente vive en el territorio de la poesía. “Escribes poemas / porque necesitas un lugar / donde sea lo que no es.” La crítica ya la –
    considera como una de las nuevas voces de la Argentina. En 1960 se traslada a París, donde traba amistad con Cortázar y su esposa, que la apoyan y le consiguen trabajo en una editorial como traductora. También asiste a cursos de Literatura en La Sorbona y se interesa por el sicoanálisis y el existencialismo. De regreso a Buenos Aires, publica “Los trabajos y los días” (1964) y “Extracción de la piedra de la locura” (1968) que la consolidan como unas de las mejores escritoras de su generación. Este prestigio le vale ganar las Beca Guggenheim y Fullbright, gracias a las cuales reside varios meses en EE.UU., dando charlas y conferencias en universidades. A pesar de estos éxitos, su vida no hace pie, y sufre cada vez más cuadros depresivos, que combate peligrosamente automedicándose. Alejandra no tiene vida fuera de su poesía. “La mía es una vida perdida para la literatura, por culpa de la literatura”, confiesa en sus Diarios, donde empieza a crecer la idea del suicidio. Comienza a escribir su única novela: “La condesa sangrienta”, que no llega a terminar. En 1971 presenta “El infierno musical”, uno de sus mejores trabajos, y se la ve muy animada por la buena repercusión del libro. Pero la sombra de la depresión y la angustia no se aleja, y es internada en un neurosiquíatrico. El 25 setiembre de 1972, en una salida para visitar a su madre, ingiere 50 pastillas de Seconal, que le provocan la muerte.
    Daniel Abelenda.

    «En mi mirada lo he perdido todo/ Es tan lejos pedir/ Tan cerca saber que no hay/ Hija del viento,/  han venido,/  invaden la sangre,/ huelen a plumas,/ a carencias,/ a llanto…/ Pero hace tanta soledad/ que las palabras se suicidan” (Alejandra Pizarnik)

    Intensa, angustiante y breve fue la vida de esta genial escritora, absolutamente inclasificable – si bien algunas biografías la definen como “poeta surrealista.” Pizarnik es hoy un ícono de letras argentinas; tal vez su trágica y prematura muerte (como Alfonsina) haya alimentado el mito de “escritora maldita”. Nacida en Avellaneda, Buenos Aires, en 1936, Alejandra (originalmente Flora) era hija de judíos rusos, escapados de la Europa de entre guerras, sobre la que ya se cernía la sombra de los totalitarismos (varios de sus parientes murieron en campos rusos o nazis). Su infancia fue problemática. Alejandra tartamudeaba, hablaba español con acento extranjero, tenía tendencia a engordar y sus padres la comparaban negativamente con su hermana mayor. En la época adolescente, sin embargo, sus compañeros de colegio la recuerdan como alguien muy sociable, que ya se destacaba por su inteligencia y agudeza de sus comentarios. Ya era una voraz lectora y gustaba de la música de Edith Piaff, Charles Aznavour. Noctámbula, consumía anfetaminas para combatir la depresión, lo que a su vez le provoca insomnio. En 1953 termina el Secundario y el año siguiente ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. También realiza cursos de periodismo y asiste a talleres de pintura. En sus diarios, junto con anotaciones de su vida, comienza a perfilar sus versos que acompaña con dibujos. Alejandra se siente diferente a las chicas de su edad que aspiran a conseguir un empleo y casarse. Su sexualidad es ambigua – tiene acercamientos con hombres y mujeres, aunque ninguna relación parece haber sido fundamental en su vida. “Si no fuera por el dolor, me sentiría igual a esas chicas que van con sus trajecitos en el ómnibus a trabajar todas las mañanas en una oficina.”, escribe en su Diario. En 1955 publica su primer libro de poesía: “La tierra más ajena”, título muy sugestivo. Pizarnik se siente extranjera en su propia ciudad. Le siguen “La última inocencia” (1956) y “Las aventuras perdidas” (1958). Alejandra percibe que únicamente vive en el territorio de la poesía. “Escribes poemas / porque necesitas un lugar / donde sea lo que no es.” La crítica ya la –

    considera como una de las nuevas voces de la Argentina. En 1960 se traslada a París, donde traba amistad con Cortázar y su esposa, que la apoyan y le consiguen trabajo en una editorial como traductora. También asiste a cursos de Literatura en La Sorbona y se interesa por el sicoanálisis y el existencialismo. De regreso a Buenos Aires, publica “Los trabajos y los días” (1964) y “Extracción de la piedra de la locura” (1968) que la consolidan como unas de las mejores escritoras de su generación. Este prestigio le vale ganar las Beca Guggenheim y Fullbright, gracias a las cuales reside varios meses en EE.UU., dando charlas y conferencias en universidades. A pesar de estos éxitos, su vida no hace pie, y sufre cada vez más cuadros depresivos, que combate peligrosamente automedicándose. Alejandra no tiene vida fuera de su poesía. “La mía es una vida perdida para la literatura, por culpa de la literatura”, confiesa en sus Diarios, donde empieza a crecer la idea del suicidio. Comienza a escribir su única novela: “La condesa sangrienta”, que no llega a terminar. En 1971 presenta “El infierno musical”, uno de sus mejores trabajos, y se la ve muy animada por la buena repercusión del libro. Pero la sombra de la depresión y la angustia no se aleja, y es internada en un neurosiquíatrico. El 25 setiembre de 1972, en una salida para visitar a su madre, ingiere 50 pastillas de Seconal, que le provocan la muerte.

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    Daniel Abelenda.

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