
Hay mujeres que no aprendieron a bailar, nacieron danzando. Antes de conocer la técnica ya conocían el impulso, antes de la primera clase ya sabían que el cuerpo era un idioma sagrado. Ella fue así, es así, hablamos de Dora Nefer “Yiya” Migliaro Ocampo, profesora de ballet, actriz y figura cardinal de la cultura salteña, que lleva más de ocho décadas construyendo una sensibilidad colectiva.
Su historia —hecha de alpargatas, cine, trapecios improvisados y escenarios soñados— es hoy patrimonio afectivo de una ciudad que reconoce en ella uno de sus grandes nombres del arte.
UN ORIGEN QUE PARECE UN CUENTO
Hay infancias que anticipan el destino como si la vida, desde temprano, soplara una señal. La de Yiya que nació entre calles de tierra, tablados que encendían la noche y un cine que vibraba al ritmo de Fantasía, aquella película de Walt Disney donde hipopótamos, avestruces y yacarés bailaban sobre música clásica. Para una niña de cuatro años, esa visión fue una revelación: la danza podía ser un puente entre mundos.
A los siete, sin más recursos que su intuición y unas alpargatas endurecidas para simular zapatillas de punta, Yiya se subía a un escenario improvisado en un cine-teatro salteño. “No sé cómo bailé —recuerda—, todo lo ideé yo”.
Ese gesto inaugural —audaz, intuitivo, luminoso— contiene el germen de todo lo que vino después.
Cuando a los ocho llegó la primera profesora, Yiya ya vivía en un universo propio, pedía quedarse a mirar las clases de las mayores, estudiaba sus movimientos, imitaba, absorbía. No necesitaba permiso para el arte, necesitaba espacio. Y Salto, aunque pequeño, empezó a quedarle grande.
LA FORMACIÓN, MAESTROS, VIAJE, APRENDIZAJES
Fue alumna de Alcira Thevenet, Marta Cazes y de Maximiliano de Balzac, bailarín del SODRE. A los dieciséis, un profesor francés le enseñó la exactitud del ballet como si le estuviera entregando un idioma secreto.
Más adelante, tocó el prestigio del Teatro Colón en cursos del Royal. Pero hay un punto de inflexión: el límite paternal. Su padre no quiso que se marchara lejos.
Esa decisión —que pudo ser una tragedia artística— se convirtió, misteriosamente, en un regalo para Salto: Yiya se quedó, y al quedarse, sembró un linaje entero de bailarinas y bailarines que hoy, sin saberlo, son herederos de aquella niña que bailaba con alpargatas.
LA MAESTRA QUE ENSEÑÓ EL FUEGO
Yiya no enseñaba piruetas: enseñaba a sentir. “Es esencial transmitir en la danza, como en todas las artes, el fuego interior”, repite, y quien la ha visto enseñar sabe que no exagera.
Comenzó dando clases gratis. Luego, a lo largo de décadas, construyó academias, montó espectáculos, creó universos coreográficos donde los animales bailaban, los cisnes morían, los gallos cantaban, las tortugas hacían Cancan en cámara lenta, y los elefantes se burlaban de las delicadezas ajenas.
Su imaginación era —y es— un territorio propio. “Nada de lentejuelas vacías”, decía.
La luz debía venir de adentro, no de afuera. Así nacieron pajaritos, hemiones, escarabajos mejicanos, “la pianisia” volando entre estudiantes de piano, peces que danzan, reyes leones y criaturas híbridas que solo existen cuando se las sueña con el cuerpo. Una maestra así no forma alumnas, forma sensibilidades.
EL TEATRO, UNA ACTRIZ DE VERDAD

Aunque popularmente se la recuerda como la profesora de danza más influyente de Salto, Yiya también brilló en otro escenario: el Teatro, actuó en numerosas obras, con rigor, presencia y una intuición escénica que solo tienen quienes comprenden que actuar también es bailar con las palabras.
No fue un cameo ni un desliz artístico. Fue una actriz hecha y derecha, capaz de transitar la comedia, el drama y el gesto poético. Su presencia las tablas consolidó su figura como artista integral, una de esas raras personas que habitan varias disciplinas sin perder la esencia.
GESTORA, REFERENTE, GUARDIANA DE LA CULTURA
Fue coordinadora del Comité Uruguayo de la Danza en Salto. Fue impulsora de iniciativas culturales, protectora del patrimonio artístico, memoria viva de una época donde las orquestas extranjeras llegaban a Universitario y a Chaná: Los Lecuona Cuban Boys, Xavier Cugat con su chihuahua en el bolsillo, Henry Madriguera, Panchito Nolé. Con algunos de ellos, Yiya conversó en inglés —porque lo estudiaba— y hasta bailó un tango y una milonga con Coco Llama, uno de los mejores bailarines de Salto.
Atesoró noches de orquestas, lluvias desplazadas, encuentros que parecían sacados de una novela. Cuando estuvo Panchito Nolé con su orquesta le ofrecieron irse como bailarina de la orquesta. No aceptó. El arte la llamaba, pero su vida estaba aquí.
LA CALLE QUE LLEVA SU NOMBRE
En 2022, la Junta Departamental de Salto decidió algo que pocas veces ocurre: homenajear en vida. Una calle del barrio Calafí fue bautizada como Dora “Yiya” Nefer Migliaro. El nomenclátor de la ciudad —ese mapa silencioso que cuenta historias sin hablar— sumó así el nombre de una mujer que dedicó su vida entera a embellecerla. Es justicia, pero también es un acto de amor.
Memorable fue el cierre de su discurso en el homenaje. “De ahora en adelante vengan a mi calle a bailar”.
YIYA HOY, UN ESTIMONIO QUE ES CARICIA
Hoy, a los 89 años, luego de un accidente que no le permite bailar, Yiya cuenta su historia con la serenidad de quien sabe que ya cumplió con creces su misión.
Escribe mensajes donde la memoria se mezcla con la emoción, donde vuelve el trapecio, vuelve el tablado, vuelve la alpargata que quería ser zapatilla de punta.
Recuerda cómo se escapaba de niña, cómo aprendió a nadar sin miedo, cómo la fascinaba la luz de los tablados, cómo la música la empujaba hacia adelante.
Recuerda haber visto a Bocca ensayar el año que ganó en Rusia.
Recuerda viajes, cine, películas, sonidos que todavía viven en su oído interno.
Esa memoria no es nostalgia: es una declaración de vida. Y Yiya vive, intensamente vive…
LA DANZA COMO DESTINO, LA CULTURA COMO HERENCIA

Yiya Migliaro no es solo una profesora de danza. Es una raíz profunda del arte salteño. Una mujer que convirtió la pasión en vocación, la vocación en obra, y la obra en comunidad. Su legado no está en los diplomas ni en las distinciones —aunque los tenga—, sino en las niñas y niños que, al ponerse de puntas por primera vez, sienten algo encenderse. Algo que viene de lejos. Algo que tiene su nombre.
Y hoy, cuando su historia se escribe en palabras, lo que hacemos no es una nota periodística. Es un acto de justicia poética.









