El dolor y la impotencia social, cuando no encuentran respuestas, pueden derivar en violencia colectiva que deslegitima reclamos justos y rompe el diálogo necesario para resolver los conflictos.
La violencia social no nace de un día para el otro ni aparece por generación espontánea. Suele gestarse en un caldo espeso de frustraciones acumuladas, promesas incumplidas, silencios prolongados y una sensación persistente de injusticia. Allí, donde el dolor y la impotencia no encuentran cauce, comienza a abrirse paso una lógica peligrosa: la de creer que la violencia colectiva es la única forma de ser escuchados.
Cuando una comunidad sufre, reclama y no obtiene respuestas, el enojo se vuelve comprensible. El hartazgo es humano. El grito, legítimo. Pero hay un punto crítico, una frontera invisible, en la que ese reclamo deja de interpelar para pasar a imponer, deja de convocar para intimidar, y termina por desacreditar toda buena voluntad que pudo haber existido en su origen. En ese instante, la causa se debilita, aunque el dolor siga siendo real.
La violencia colectiva suele presentarse como una reacción, nunca como una elección. Sin embargo, sus consecuencias no distinguen intenciones. Arrasa con la empatía social, rompe los puentes del diálogo y ofrece la excusa perfecta para que otros se desentiendan del problema de fondo. Lo que comenzó como un pedido justo termina convertido en un escenario de confrontación donde nadie escucha y todos pierden.
Hay una trampa silenciosa en este proceso. La violencia no solo daña a quienes la padecen directamente, sino que vacía de sentido al reclamo que dice representar. Cuando el enojo se transforma en agresión, el mensaje se diluye. La atención se corre del motivo original y se fija en la forma. Ya no se discute la injusticia, sino el desborde. Ya no se analiza el problema, sino el disturbio. Así, el dolor queda doblemente relegado.
Como sociedad, no podemos naturalizar esta deriva. Comprender el origen del enojo no implica justificar cualquier acción que de él se desprenda. Al mismo tiempo, condenar la violencia no debería servir como coartada para ignorar las causas que la alimentan. Ambos extremos son cómodos, pero estériles.
El desafío es más profundo y más incómodo. Exige reconstruir espacios donde la palabra vuelva a tener valor, donde el conflicto pueda expresarse sin destruir, y donde la respuesta institucional no llegue tarde ni a medias. La violencia colectiva es, muchas veces, el síntoma de un diálogo roto. Repararlo es una tarea urgente, porque cada vez que el dolor se expresa a golpes, la sociedad entera retrocede un paso más hacia el abismo de la incomunicación.
No hay causa justa que se fortalezca en la violencia. Y no hay comunidad posible cuando el miedo reemplaza a la razón. Reconocerlo no es debilidad; es el primer acto de responsabilidad colectiva.





