Por un momento, no supe quién acompañaba a quién. Si yo llevaba a mi hija a ver a Trueno, o si era ella quien me llevaba a mí. Porque la pasada noche, en el Antel Arena, no solo asistimos a un recital, fuimos testigos de un espejo que reflejaba generaciones.
A la misma edad de mi hija, yo también escuchaba rap. El de los ‘90, el de los ‘00, más crudo, con más calle, menos estético y más duro. Con los años lo fui dejando, o eso creí. Pero acompañarla me hizo recordar que la música no se abandona: se suele dormir, esperando un momento para volver, y volvió. No solo la pasión por el ritmo y la palabra, sino la sensación de estar frente a algo que me
representó durante tanto tiempo y que supo hablar por mi muchas veces.
El show de Trueno fue una puesta potente, llena de energía, impacto visual de la mano de luces y pantallas y llamas que amplificaban los momentos mas fuertes. Pero hubo instantes en el que el espectáculo se transformaba en algo más profundo: cuando subía su padre a compartir escenario. El rap se volvió herencia en esa familia, y verlos juntos fue presenciar una charla entre generaciones, un traspaso de energía de padre a hijo, de historia a presente. Desde mi lugar, con mi hija saltando y cantando a mi lado, no pude evitar pensar en nosotros, en cómo las músicas que nos marcaron, aunque distintas, suelen nacer en un punto en común: querer decir algo, ser escuchados y muchas veces, pertenecer a algo más.
Hubo un momento que pareció escrito para mí. Trueno lanzó la frase: “no voy en tren, no voy en avión, voy a marcha camión”, y para uno que escucha murga todo el año, no solo en carnaval, me hizo sentir que ese verso no solo era un puente entre Argentina y Uruguay como fue planteado en el escenario, sino que por esas casualidades y sorpresas de la vida, ese verso parecía haber sido escrito para mi en ese momento.
Al final, mientras las luces se apagaban y la multitud comenzaba a salir, mi hija me miró con esa mezcla de agotamiento y felicidad que solo deja la música que se vive con el cuerpo entero. Me reí, acompañando su alegría, y comprendí que ella no solo me había dejado entrar a su mundo por un rato, sino que me había devuelto a uno que viví por mucho tiempo.
Esa noche, en lo personal, no fue solo un recital más. Fue un testimonio de una herencia, del vínculo y de los ritmos compartidos. Entre padre e hijo en el escenario, y entre padre e hija en el campo. La música, pensé en un momento, sigue siendo el mejor idioma para entendernos.
El Trueno no solo sonó: golpeó mi tierra, la removió, la hizo vibrar. Porque a veces, lo que uno cree que va a escuchar con los oídos, termina resonando mucho más adentro.
Y cuando, ya en la calle, le pregunté con una sonrisa: “¿Te gustó? ¿La pasaste bien?”, su respuesta fue un rotundo y fuerte: “¡Sí!”. Y con eso, supe que el recital ya había tenido el mejor cierre posible.





