“El nombre viene de una marca de café brasilero, que a fines de los 30, decidió incidir en la vida y costumbres de los uruguayos. Abrió en Montevideo, dos salones en pleno centro. Uno en la planta baja del Palacio Salvo y otro en la esquina de 18 de Julio en Plaza Libertad (o Cagancha). El primero no tuvo demasiada notoriedad, pero el segundo se convirtió en la referencia intelectual uruguaya de ese entonces. La presencia de la marca se extendió a algunas ciudades del interior. Su primer local en Salto estuvo en Uruguay al 500, acera sur. Estaban en espera que el nuevo edificio de la esquina de Uruguay y Sarandí se terminara. Esa construcción -típica de la arquitectura de Armando Barbieri- pasó a ser la sede del Sorocabana. Han cambiado las ventanas y puertas, la bellas mesas redondas de mármol blanco, acompañadas de unas poltronas con posa brazos de respaldo circular y asiento tapizado. Se han modificado las paredes, las columnas revestidas de maderas, la ubicación de los baños; se le adosó una planta en entrepiso.

Como para remarcar se trataba de un sitio adecuado a la reunión intelectual, en la pared grande del lado este, José Echave, gran plástico local, pintó una alegoría, un fresco notable, de similar estilo al que se conserva en el lavadero del garaje El Palacio. Esa pintura de Echave mostraba una escena fluvial con canastos y peces. Debajo una leyenda: «Para vivir el aire de la fluvial tarea / la alegría amorosa de la ofrenda». Como compete a toda sociedad con sentido del humor, enseguida se generó una versión de esa leyenda, tan pero tan procaz, que aunque la recuerdan mis amigotes, me niego a reproducirla. Lo que es imperdonable es que esa obra haya sido arrasada por la pretendida modernidad
El personaje protagonista era el café, la bebida donada al mundo por nuestros hermanos del norte. El local era y es el centro del centro. Se podría sostener que es el punto cero de la urbe. También centro de nuestras vidas. Ir y venir al liceo, al cine o al teatro, a los bailes o simplemente a pasar el tiempo, esa esquina entró en nuestras vidas como un secuestrador exigente que jamás nos liberó.
Cuando hacíamos la tarde dominguera entera en el Metropol, usábamos el entretiempo entre la matiné y la vermú, para tomarnos un cortado. Cuando salíamos del liceo o después de la visita de novios -en cualquier época del año- afuera o adentro, allí posamos nuestros traseros sin muchas ganas de levantarlos.
Era ámbito de intelectuales y de hacendados -a la vez- sin chocar ni molestarse. Fue administrado por los hermanos Héctor, Waldemar y Mauro Alves Da Silva. Ellos eran propietarios de la fábrica de café Cruzeiro y ahora me doy cuenta de que el producto café había dejado de ser el brasilero de la marca y era el salteño de Cruzeiro. Una característica de la bebida de los Sorocabanas, era no ser de máquina express, sino de filtro. Disculpe, no puedo dejarlo pasar. En este minuto preciso recuerdo una anécdota. Un mozo del mismo alias que Astiazarán, gran amigo de todos, era medio lento. Cuando le traía una tacita a Cacho, éste le espetaba: «Pero tocayo, ya te dije me trajeras una taza para zurdo!» y el mozo pedía perdón y volvía al mostrador, donde el despachante le mostraba su torpeza…
Nadie de quienes vivimos horas en ese local, podría registrar ni la totalidad de sus adeptos, ni los cambios sufridos. Le aclaro por si no entendió, que no había <<carta>> ni lista de bebidas con alcohol. Como gran innovación se incorporaron los sándwiches, sin demasiado éxito. Eso era un «café», para lo otro… «a las confiterías». Pertenecí al Sorocabana de Salto, y por supuesto al de la Plaza Libertad.
De bares y confiterías
Es menester explicar estas cosas de Uruguay y Salto, porque los establecimientos para comer y beber (además de disfrutar del ocio creativo) han cambiado a través de los tiempos. Una introducción al tema requiere diferenciar bar puro y duro del almacén y bar o de la confitería. También la radicación de la casa determina el tipo de habitués (…)
Podía iniciarse el trayecto por el propio puerto, donde en la esquina más próxima al portón entonces inexistente, estaba un típico bar de mostrador, cuyo nombre se me fue como se fue la edificación, hoy parte de la Plaza de Los Recuerdos, más precisamente de Los Leones. Si se deseaba seguir la recorrida, podía encontrarse otro en Brasil y Chiazzaro (hay ahora un establecimiento moderno) y continuar por Brasil hasta lo de Elola, en Julio Delgado, o el cafecito en Zorrilla y subir a Uruguay para encontrarse con Zudaire o Soto, o El Chino, de Simonelli en Artigas y Lavalleja. En cada barrio había uno clásico, cuya lista sería interminable. Bares de mostrador de madera y estaño o de mármol, para la copa de pie o la mesa de naipes.
Cosa muy distinta eran las confiterías. En ellas había mostradores, pero también mesas y sobre todo, el producto ofrecido era diferente. Además del café (o el té, aunque sin mucha demanda) las bebidas alcohólicas y los refrescos. Donde predominaban los productos de Urreta, con su mandarina (de esencia), la naranjita (de jugo) y licores. Las confiterías -obvio- hacían confituras, helados, empanadas y servían aperitivos con una variedad no muy amplia de saladitos (…)
Es inevitable la añoranza: todas han desaparecido. La «París» estaba en Uruguay y Joaquin Suárez (…) Durante años, sobre Suárez, salían y llegaban los ómnibus de campaña. Disponía de clientes habituales, Me parece que una barra fuerte la encabezaban los hermanos Ferrari y sus compañeros blancos.
De lo que estoy seguro es que en un verano de comienzos del año 1959, sentados en una mesa al aire libre, ahí, Adolfo Silva Delgado y otros integrantes de la grey católica, me ofrecieron trabajar como Redactor Responsable de EL PUEBLO, cuya aparición se preparaba. Dije que sí (…)
Media cuadra más adelante conocí el viejo edificio de la «Oriental», con mostradores, vitrinas y mesas del Art Nouveau. Hasta que llegaron los hermanos Barbieri. José- siempre conocido como Pepe o Pepito- había formado una especie de grupo económico alrededor del juego, que hasta se expandió a Colombia, llevando a varios salteños a esa experiencia. Fue también el que mandó construir el edificio del Migues, casino de Punta del Este. Este Barbieri decidió que su hermano Armando, construyera un edificio nuevo y se elevó la nueva confitería en estilo definitivamente renovador, con sus espléndidas y enormes salas, una en planta baja, la otra arriba, con balcón sobre la primera y detrás los sitios de juego: billares, mesas de cartas. Nunca estuve en esa zona, pero me acuerdo que una noche cuando la policía -por orden de un juez perseguidor de los vicios sociales- allanó «el garito», unos parroquianos se escondieron donde pudieron, otros pasaron un rato por la Seccional Primera. Ese edificio ahora dislocado en tres salones al frente, y no sé qué cosa arriba, funcionaba a pleno y de los «Gómez de la Vieja a Menoni de la Nueva», continuaron siendo los fabricantes de unos merengues rellenos de crema o dulce de leche insuperables (dignos de un concurso mundial)…
Camine, busque a la “Ideal”. No la va a encontrar. Hoy está instalada una tienda con nombre francés y un llamativo frente en azul. La “Ideal” fue para mí y muchos otros, el templo laico de nuestros despertares comienzo del desarrollo de la vida. Antes de mis años, estuvo la familia Gómez. Es especial porque el tipo de masas que ellos crearon, son las que luego siguieron allí, luego pasaron al confitero de «El Control» y ahora siguen haciéndolas en la Del Centros. Incluya las empanadas de hojaldre, con la misma trayectoria. Dos de los empleados de la confitería Melchor Franzoni y Atahualpa Barrón, éste último el mejor “tirador” de café expreso que he conocido, pasaron a ser los dueños por esa época.
El edificio ofrecía una entrada central de cancel de cristales y maderas y dos ventanas a cada lado, tipo guillotina posibles de graduar en su altura. Por el lado izquierdo los mostradores y vitrinas, la caja, de aquellas enormes con campanilla y todo, luego la barra y al final la máquina de café. Todo el resto del salón ocupado por mesas y sillas, de tipo Viena. Respire: todo esto que le estoy contando lo he hecho sentado en una de esas sillas, adquirida cuando se remataron por disolución del negocio.
Sobre el fondo una escalera con acceso a una sala de billares. Por el lado izquierdo se entraba a la cocina. A la derecha de la escalera, un palco para las orquestas que habitualmente tocaban en los bailes de los sábados o domingos. Debajo de esa balconada estaba una de las mesi- tas de juegos de naipes o dados, con los cuales pasamos a jugar por plata por primera vez. Una pequeña puerta permi tia acceder a una salita discreta donde de las 13 a las 15. los mayores jugaban al póquer en serio, bien en serio. Los pibes solamente podíamos mirar de parado y sin hacer comentarios. Para completar la descripción añado que por el costado de los billares se accedía a una terraza inmensa donde muchas tardes de verano al caer el sol, se bailaba con discoteca.
Las ruedas de la siesta y de la tardecita podían agrupar gente veterana junto con adolescentes imberbes. Unas amistades que se insertaron para siempre en nuestros corazones. Esos mayores, cuya lista no puedo o no quiero hacer por temor a dejar a alguien afuera, permitía desde el chismecito de aldea, hasta la discusión deportiva o el peleón político (…)
Aseguro podría escribir un libro solamente con las viven- cías de ese recinto, pero no me atrevo a compararme con relatos similares de Vargas Llosa o García Márquez. Mi modestia es proverbial.
La cuarta confitería era la «18 de Julio». Nunca formó parte de mis presencias y otra era la clientela. Pero no dejaba de ser en Uruguay al 900, donde están las Agencias de Quinielas Agrupadas, otro de los puntos sociales referentes del Salto de mediados del siglo XX”.
(Páginas 134 a 140 de “Memorias Ilustradas-Los últimos 80 años”, de Enrique A. Cesio)