El primer recuerdo que tengo de mi abuelo Ignacio es de aquel otoño cuando descubrí la magia. Lo encontré en su dormitorio frente al espejo, ensayando movimientos con una vara en la mano.
Me quedé ahí parado a un costado del ropero, casi en penumbras bajo la luz de la lámpara, viendo al hombrecito de calva temprana, ensayar su repertorio impetuoso de ademanes al aire. Cuando se percató de mi presencia, el abuelo giró para acariciarme la cabeza.
“Esto es una varita mágica”. Dijo en tono confidente, sosteniéndola muy cerca de mis ojos saltones. Todavía siento mi sorpresa reflejada en sus anteojos redondos. “Preste atención a lo que voy a mostrarle”, continuó mientras levantaba el saxofón que tenía recostado sobre la cama.
Lo llevó a la boca. Movió los dedos. Sopló la boquilla. Pero solo se escuchó el sonido del aire pasando entre las llaves mudas. Probó otra vez. Nada.
Hizo un aparatoso gesto de fastidio.
“Ahora va a descubrir el poder”, dijo depositando el saxo otra vez sobre la colcha.
Entonces levantó la varita, susurrando algunas palabras que no entendí y la bajó hasta tocar al instrumento en varias partes, para que cobrara vida.

Después volvió a sostener el saxo entre sus manos pequeñas y la música brotó de sus entrañas inundando la casa con los acordes de una melodía inolvidable. Era otoño afuera y el canto de los pájaros parecía entrar con el viento por la ventana abierta.
Entonces yo no sabía que aquella varita de paraíso lustrado era la batuta de mi abuelo para dirigir a la Banda Municipal de Bella Unión, que a principios de los años 70, animaba las retretas de la plaza 25 de Agosto, a puro repertorio de marchas y canciones de moda.
Su historia con la música había comenzado hacía demasiado tiempo atrás, desde que era muy pequeño. Su padre, que también era músico, le enseñó a tocar el clarinete.
Ya a los diez años, junto a sus hermanos mayores, solían ponerle música a los velorios de familias pudientes y a las películas mudas que se proyectaban cada tanto en el cine de la ciudad brasileña de Quaraí, frontera con Artigas a través del río Cuareim.
A los 18 años, el ejército lo llamó para cumplir el Servicio Militar Obligatorio en Porto Alegre, donde no tardaría en encontrar su lugar en la banda de música. En esos años pudo estudiar solfeo y aprendió a escribir en el pentagrama.
Cuando volvió a su ciudad natal, ya era un músico solvente a pesar de su edad y se dedicó a sembrar sus acordes por cuanto rincón encontraba. Hasta lo contrataron para animar con su saxo las noches del prostíbulo, antro satanizado por devotos vecinos que al verlo pasar susurraban atrás de las cortinas, “Olha, ahí vai o músico do cabaré”.
Se casó siendo muy joven y tuvo 7 hijos durante el camino brasilero de su vida. Después que enviudó, Artigas fue su nuevo destino al otro lado de la frontera. Allí conoció a mi abuela Constancia y sumó 12 hijos más a su existencia.
En todo este tiempo de pérdidas y penurias, donde la felicidad era esquiva, la música fue el sustento siempre. No solo para mitigar el duelo temprano, la pobreza, la incertidumbre, sino para acompañar también su alma herida.
Fue un hombre de bajo perfil. Amigo de los amigos. Funcionario Municipal de casi toda la vida. Un trabajador meticuloso, incansable, de andar pausado y voz bajita, que era capaz de escribir en el pentagrama cualquier melodía.
Tocó a lo largo de su vida en muchas orquestas. Lo llamaban para sumarse con el clarinete, el saxo o el violín según el estilo. Y allá iba Ignacio, siempre a pie, callado y sin prisa, con el estuche de su instrumento bajo el brazo.
Mi tío Edgardo me contó una historia que lo evidencia en todo su genio. No recuerda el año, pero fue en la época que lo enviaron a Bella Unión con la tarea titánica de armar una banda municipal. Por esos días, Japón había hecho una donación al departamento de Artigas y se organizó una fiesta de agasajo para los visitantes.
La Embajada realizó formalmente el pedido de que su himno fuera interpretado en vivo. Para ello le hicieron llegar al Director de aquel entonces, la partitura del mismo.
Por más que lo intentaron, los Maestros no pudieron ejecutar aquel intrincado pentagrama. Se realizaron consultas con los músicos más connotados de la ciudad. Buscaron en la vecina Quaraí. No hubo respuesta. Hasta que el Director de la banda se acordó de “Inacito”, desterrado en Bella Unión desde hacía ya varios años.
Mi abuelo pidió que enviaran la partitura por el ómnibus y no tardó en develar el misterio. Aquella música había sido escrita para ser interpretada en clave de fa, lo que hacía imposible su ejecución si no se escribía en clave de sol.
Dicen que estuvo días encerrado. A solas con su cuaderno pentagramado, el libro sobre teoría musical que lo acompañó hasta el final y su violín porfiado.
Mi abuela le dejaba sobre la mesa de luz el mate de la mañana, el poroto negro con arroz del mediodía, el café con fariña de la tarde, casi sin hablar, respetando aquella soledad tan sola entre humo brasilero y acordes extraños.
Cuando salió de su habitación, después de días o años ya no se sabe, el abuelo había escrito la partitura del himno japonés para cada uno de los instrumentos.
El acto en la capital del departamento se realizó con toda la pompa oficial. La Banda Municipal de Artigas interpretó de manera brillante lo escrito con letra perfecta y su Director se ganó todos los aplausos. Nadie recordó a Don Ignacio Ardohain, el Maestro olvidado.
Yo lo recuerdo hoy.
Anarco silencioso de las resistencias, pasó por la vida casi sin hacer ruido, casi sin sombra. El hombre de las veredas, que nos tocaba el corazón en cada historia. Nos enseñó siempre sin enseñar, con el ejemplo de sus gestos respetuosos, solo dejando salir del alma su callada pasión de hombre bueno.
Uno de los tantos anónimos de la alegría. El humilde municipal que escuchaba Radio Francia Internacional en épocas oscuras y supo fabricar sus cañas caseras para la boquilla del saxofón, con tacuara secada al sol, cuchillo de picar tabaco y piedra de afilar.
La música fue el sustento de su vida. El pan que no le faltó jamás a sus hijos. La que pagaba la libreta del almacén y lo hacía andar por la vida, siempre más liviano.
Dos días antes de morir, ya pasados los 80 años, con el pedacito de voz que le quedaba, pidió que trajeran tabaco de chala para fumar y el estuche de su violín legendario.
Mi abuela Constancia ayudó a incorporarse en la cama, le encendió el cigarro y a su pedido, lo dejó un momento a solas con el instrumento.
Dice que dio dos pitadas hondas mientras trataba de sostenerse entre las almohadas, susurró palabras entrecortadas al oído del violín como si fuera un amante y se largó en una interpretación descarnada de una bossa nova brasileña que inundó toda la casa.
Después de unos minutos, lo que quedaba de su cuerpo pequeño no resistió el esfuerzo y se desplomó desmayado sobre la cama con el violín en los brazos.
Aquella música fueron las últimas palabras que dijo el vasco Ignacio Ardohain, mi abuelo.
Si alguien quiere escucharlas, solo basta con cerrar los ojos, caminar por las veredas de Artigas y sentir el mismo viento que todavía silba entre las casuarinas viejas del barrio 19 de Junio.









