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jueves, noviembre 27, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

UN RIESGO PARA LA LIBERTAD DE EXPRESION

¿REGULACION DE REDES EN URUGUAY? 

La libertad de expresión es el alma misma de la libertad.

— Voltaire
CENSURA. LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Nuestros políticos pretenden dar un primer paso hacia lo que podría transformarse en una regulación estatal de las grandes plataformas digitales. Se presento al Senado un documento titulado “Bases para una regulación democrática de las grandes plataformas digitales” y una vez más los legisladores pretenden atacar nuestra libertad y otorgarse más poder para controlarnos. 

La regulación de las redes sociales parece inofensiva, envuelta de un relato tan dulce como engañoso, se presenta con palabras tranquilizadoras —“transparencia”, “equilibrio”, “protección frente a la desinformación”— y como una defensa de la democracia. Pero es un bulo, una mentira. Cuando uno mira con atención, descubre algo más profundo y preocupante: la tentación de controlar la conversación pública.

Y ahí es donde debemos detenernos, porque ese es el quid de la cuestión.

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Las redes sociales no son perfectas. Lo sabemos todos. Hay insultos, noticias falsas, cámaras de eco, polémicas vacías. Pero también son el último refugio genuino de la libertad. Son el espacio donde la gente se expresa sin pedir permiso, donde se discuten ideas que no pasarían por el filtro de los grandes medios, donde lo políticamente incorrecto encuentra espacio para respirar. Son caóticas, sí. Pero ese caos es, en cierto modo, un recordatorio de que la sociedad está viva.

El problema de regularlas no es técnico. Es moral. ¿Quién decide qué es desinformación? ¿Quién define qué contenido “daña” la democracia? ¿Quién fija los límites de lo permitido? Los burócratas del Estado, naturalmente. Y ese es el error.

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Los gobiernos —todos, sin excepción— tienen un incentivo permanente a protegerse de la crítica. Darles la facultad de supervisar el flujo de información es entregarles el timón de la opinión pública. Aunque hoy la regulación se presente como “democrática”, es profundamente anti democrática, pues es una poderosa herramienta que detentan los que tienen en poder y se convierte en un instrumento de censura elegante, silenciosa, casi invisible. No hace falta que un gobierno prohíba abiertamente: basta con determinar qué se ve y qué no, qué se amplifica y qué se esconde. La censura del siglo XXI no quema libros; ajusta algoritmos.

La defensa de la libertad de expresión nace del reconocimiento de que la sociedad progresa gracias al debate, al disenso, a la confrontación de ideas. No existe libertad económica sin libertad para hablar, criticar, cuestionar. Cuando se regula la palabra, se regula el pensamiento. Y sin pensamiento libre, no hay ciudadanía: hay obediencia.

Además, es peligroso creer que el Estado puede resolver los problemas de la conversación digital. La desinformación no se combate con censores, sino con educación. La toxicidad no se reduce con decretos, sino con responsabilidad individual. La pluralidad no se fortalece con normas, sino con más voces. Pensar lo contrario es caer en ese viejo hábito tan nuestro: pedirle al Estado que nos proteja incluso de nosotros mismos.

Hay un motivo profundo por el cual ciertos sectores progresistas empujan con tanto fervor estas regulaciones: las redes son su punto débil. Son el espacio donde sus relatos —construidos durante años en los medios tradicionales, condescendientes a la izquierda— empiezan a resquebrajarse apenas entran en contacto con la realidad cruda, con el análisis independiente y con la memoria digital que no se puede borrar.

Durante décadas, la izquierda progresista jugó en terreno conocido. En la televisión, en las radios, en los diarios, manejaba cómodamente los marcos del debate. Tenía aliados, tenía lenguaje, tenía narrativa. Quien quisiera cuestionarla debía hacerlo desde atrás, con menos alcance, menos recursos, menos visibilidad.

Las redes cambiaron esa ecuación de forma brutal. 

Hoy una persona sola, con un teléfono en la mano, puede exponer una contradicción, desarmar un discurso, mostrar un dato oculto o evidenciar una manipulación. La conversación dejó de ser vertical para volverse horizontal. Y ahí está el verdadero motivo del impulso regulatorio.

No quieren regular para proteger al ciudadano. Quieren regular para protegerse del ciudadano.

Uruguay se encuentra hoy ante una encrucijada silenciosa. Podemos seguir el camino de países que, en nombre de la seguridad o la “salud democrática”, terminaron recortando libertades sin que sus ciudadanos lo notaran a tiempo, hasta que quedaron sin voz. O podemos reafirmar un principio simple pero esencial: la libertad de expresión es un derecho que no se negocia, incluso cuando cuesta, incomoda o nos enfrenta a opiniones que preferiríamos no escuchar.

Regular las redes es abrir una puerta que luego es muy difícil de cerrar, casi imposible. Y una vez que el Estado entra en el terreno de decidir qué podemos decir, la democracia empieza a caminar con muletas. Cuando el Estado regula lo que decimos, no nos protege: nos silencia y en ese momento la democracia empieza a caminar con muletas.    

Las redes son imperfectas, sí. Pero la libertad también lo es. Y aun así, seguimos eligiéndola, porque no existe nada más peligroso que un país donde la gente habla menos por convicción y más por miedo.

Es ahora cuando debemos defenderla. Después, ya será demasiado tarde.

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