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jueves, noviembre 20, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

Prohibido prohibir ¿Espacios saludables o restricciones coactivas de la libertad?

“El verdadero abuso de poder empieza cuando el Estado convierte tus molestias y tus intereses en obligaciones ajenas.”

Existe un principio de conducta básico que dice lo siguiente: “respetando los derechos de los demás, y asumiendo el riesgo y la responsabilidad de tus acciones, haz lo que quieras».

El Estado no puede librase de ese principio, por ende, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Qué puede hacer legítimamente un Estado?

La respuesta es sorprendentemente simple: el Estado solo puede hacer aquello que, éticamente, un ciudadano individual tiene derecho a hacer. Ni más, ni menos. Dicho de otro modo: si una acción sería inmoral, abusiva o injustificada cuando la realiza un individuo, también lo es cuando la ejecuta el Estado. Un ciudadano no puede impedirte entrar a una plaza porque fumas, tomas una cerveza, vestís de una forma que no le agrada, escuchas música o tenés un perro. Por eso mismo, el Estado tampoco puede hacerlo sin cruzar una frontera ética fundamental

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Cuando el Estado actúa donde el ciudadano no tendría derecho a actuar, no está preservando libertades: está usurpándolas. Ese principio, tan simple como contundente, es la base de cualquier sociedad verdaderamente libre.

Pese a ello, muchos ciudadanos celebran que el Estado se comporte violando este principio básico, adoptando medidas que recortan sus libertades. Aplauden prohibiciones que ellos mismos no tendrían autoridad para imponer, convencidos de que así “mejorará la convivencia” o se “crearán espacios saludables”. No advierten que, al hacerlo, están avalando la prohibición de conductas lícitas solo porque a alguien – y a muchos otros no – le resultan molestas.

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El argumento se repite una y otra vez: “No tengo por qué respirar humo”,
“No tengo por qué soportar a quienes se juntan a tomar”, “Las plazas se volvieron tierra de nadie”.

Pero aquí aparece la confusión esencial: una molestia, un interés o una preferencia no son un derecho. Podés tener interés en no respirar humo o la molestia de no tener que encontrarte con personas que generan desorden—y es legítimo y razonable—, pero transformar ese interés y esa molestia en un “derecho” es un error capital pues implica convertir en obligación para otros algo que no constituye un daño efectivo y real. Ese es el camino más corto hacia una sociedad donde cualquier incomodidad se convierte en motivo para prohibir comportamientos pacíficos.

Ese terreno es fértil para que el Estado amplíe su poder. Cuando la ciudadanía confunde interés con derecho, el Estado deja de garantizar libertades y empieza a disciplinar conductas. Con esa confusión, el ciudadano termina aplaudiendo el avance del poder sobre su propia autonomía.

La raíz del problema, en realidad, no es el cigarrillo o la cerveza. El problema real es la inseguridad. Y allí sí —solo allí— el Estado tiene un deber irrenunciable: orden, prevención y seguridad. Es para este servicio esencial que todos los ciudadanos pagamos nuestros impuestos. Sin embargo, como no cumple esa función primordial y básica, opta por el camino más fácil: prohibir lo que es lícito. Incapaz de controlar a unos pocos individuos problemáticos en lugares perfectamente identificados, termina castigando a todos. Así, los malvivientes definen los límites de la libertad de los demás, mientras el Estado evade su responsabilidad esencial.

Y lo más grave: la prohibición no resuelve nada. Solo desplaza el problema.
Si se prohíbe fumar o tomar en las plazas, quienes molestan simplemente se trasladarán a las calles, a las esquinas, a las veredas frente a hogares que hoy están tranquilos. Lo que era un problema acotado se transforma en uno generalizado. Y cuando eso ocurra, muchos pedirán nuevas prohibiciones. Es una espiral que siempre conduce al mismo destino: menos libertad para todos.

Mientras tanto, la inmensa mayoría —la gente de bien que puede fumar o tomar sin molestar a nadie— será injustamente castigada por la conducta de una minoría. Esa injusticia revela la incapacidad del Estado para cumplir su rol más básico: garantizar seguridad sin destruir libertades.

Peor aún, buena parte de la ciudadanía celebra estas restricciones como si renunciar a su libertad fuera un progreso. No ven que están financiando, con sus propios impuestos, la maquinaria que restringe conductas completamente legales. Prohibir lo lícito con dinero ajeno es una de las expresiones más claras del poder estatal, porque obliga al ciudadano a pagar por su propia limitación.

Conviene recordar algo fundamental: los vicios no son delitos. Fumar o beber una cerveza no constituye una agresión. Y cuando sí hay agresión, violencia, amenazas o desorden, el Estado ya posee todas las herramientas necesarias para intervenir. No necesita prohibir lo que es legal; necesita aplicar lo que ya existe. Pero, en vez de hacerlo, elige la salida más cómoda: convertir molestias en infracciones.

La historia ofrece una advertencia clara. Los Estados más autoritarios comenzaron justificando prohibiciones en molestias, intereses personales o supuestos “cuidados sanitarios”. El avance del poder nunca se detiene por sí mismo; avanza mientras la ciudadanía lo aplaude. Y la libertad no se pierde de un día para otro: se erosiona prohibición tras prohibición, siempre con el mismo eslogan: “es por tu bien”.

El espacio público no es un laboratorio aséptico. No es un museo.
No es un quirófano. Es un espacio vivo donde se convive con diferencias, donde lo razonable se construye con educación, respeto mutuo y presencia efectiva del Estado con una sola misión: prevenir y disuadir. Prohibir lo lícito no educa: solo castiga. No ordena: solo reprime. No mejora la convivencia: simplemente la empobrece.

Existen alternativas más sensatas y verdaderamente eficaces: revitalizar las plazas, promover ferias, gastronomía, shows musicales, iluminación, limpieza, recreación y actividad. Donde hay vida, hay orden natural; donde hay cuidado, los malvivientes o violentos no se sienten cómodos. No hace falta prohibir para mejorar un espacio: basta con gestionarlo bien.

Si hoy se prohíbe fumar o tomar en una plaza, mañana será el perro. Pasado, la música. Luego, quizás, tu mera presencia. Esa es la pendiente que muchos no ven.

En lugar de celebrar prohibiciones que no resuelven nada, deberíamos exigir que el Estado cumpla su función esencial. Si no puede mantener la tranquilidad en tres plazas específicas, ¿cómo puede prometer seguridad en toda la ciudad? Si no puede disuadir a unos pocos, ¿cómo enfrentará delitos complejos?

Lo que está en juego no es una lata de cerveza ni un cigarrillo. Lo que está en juego es la libertad. Y renunciar a ella por comodidad, miedo o desconocimiento es un error que siempre se paga caro.

Conviene grabar este principio en piedra: Si sería inmoral que lo haga un ciudadano, también es inmoral que lo haga el Estado. Ese es el límite ético.

Ese es el verdadero fundamento de una sociedad libre.

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