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jueves, agosto 7, 2025
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¿Por qué Uruguay es tan caro?

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“Las palabras más aterradoras en inglés son: ‘Soy del gobierno y estoy aquí para ayudar.’”

Ronald Reagan
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Hay preguntas que parecen simples, pero esconden estructuras complejas que muchas veces no queremos —o no nos dejan— mirar de frente. Esta es una de ellas: ¿por qué Uruguay es tan caro?

Hace pocos días, el ministro de Economía, Mario Bergara Oddone, intentó dar una respuesta. Afirmó que “el Uruguay nunca va a ser barato”, porque ser un país barato implicaría devaluar la moneda, y eso —según sus palabras— no está en los planes de ningún actor político. Además, sostuvo que “un país pequeño es caro, porque proveer servicios como salud, educación, defensa y justicia para tres millones de personas cuesta casi lo mismo que para seis”.

Más allá del tono sereno, lo que el ministro expresó fue una renuncia profunda a la posibilidad de transformar el país (olvídense de eso mis queridos compatriotas…no sucederá y cada día seguirán pagan más porque el Estado succionador es carísimo), dejando de lado las voces internas, lo cierto es que fue una afirmación derrotista. Una declaración de principios basada en la resignación institucional. Nos dijo, sin matices, que estamos condenados a ser caros, improductivos y lentos simplemente por ser pocos y chicos. Como si el crecimiento de un país dependiera de su demografía y fronteras. 

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Pero esa visión no sólo es equivocada: es profundamente peligrosa. Porque convierte una decisión política en un destino geográfico. Nos vende como inmodificable algo que es producto directo de las reglas de juego que nos damos como país.

Los datos desmienten esa narrativa. Países como Estonia (1,3 millones de habitantes), Islandia (370 mil), Malta (500 mil) o incluso Andorra (80 mil) tienen un costo de vida más bajo o similar al de Uruguay, con mejor infraestructura, mayor competitividad y Estados más eficientes.

¿Entonces es una cuestión de tamaño? No. Es una cuestión de diseño institucional.

Uruguay no es caro por pequeño. Uruguay es caro por cómo funciona su Estado. Por eso, vale la pena decirlo con todas las letras: tenemos un Estado sobredimensionado, hipertrofiado, elefantiásico, costoso, lento, deficitario, ineficiente y sobrerregulador. Un Estado que interviene en cada rincón de la economía, que absorbe recursos productivos, que gasta más de lo que produce, que no se deja auditar y no rinde cuentas. Un Estado que pide prestado para pagar su propio funcionamiento y que se alimenta de impuestos sin contrapartida tangible.

Un Estado que, en vez de incentivar el ahorro, la inversión y la productividad, castiga la generación de riqueza y premia la dependencia. Que sostiene empresas públicas deficitarias, monopolios legales, burocracias anacrónicas y clientelismo electoral como forma de vida.

El problema no es demográfico, es ideológico. Se nos inculcó durante décadas que más Estado es más justicia social. Pero la justicia nunca se trató de arrebatar bajo violencia el fruto de trabajo de la gente, meterles la mano en el bolsillo, para que luego un burócrata distribuya el dinero ajeno expoliado previamente a su criterio. En realidad, el concepto verdadero de justicia es todo lo contrario: es dar a cada uno lo suyo y que la persona conserve su esfuerzo para destinarlo a sí mismo o su familia. La “justicia social estatista” está muy lejos de ser “justicia” y también lejos de ser “social”. 

La realidad nos demuestra, cada vez con mayor crudeza, que más Estado es más impuestos, más obstáculos para emprender, más regulaciones, más privilegios para unos pocos y más pobreza para todos los demás.

En cualquier economía moderna, el desarrollo está vinculado a dos factores: capitalización e inversión en capital humano. Pero para que eso ocurra, se necesita libertad. Libertad para emprender, para competir, para producir sin trabas ni extorsiones. Libertad económica como condición del progreso.

Y sin embargo, en Uruguay esa idea ha sido sistemáticamente demonizada. Quien la expresa es tildado de hereje. Ridiculizado por el progresismo estatista y descartado por un conservadurismo que se cuida de no incomodar a las corporaciones enquistadas.

Las empresas públicas son un caso paradigmático. Ni son empresas ni son públicas. Son agencias de recaudación disfrazadas de prestadoras de servicios. ANCAP, por ejemplo, recibió una capitalización millonaria con dinero de todos los ciudadanos, sin que nada esencial cambiara. O peor: para que todo siguiera igual. Y seguimos pagando ese despilfarro delirante.

El verdadero problema es sistémico. Se omiten los costos del Estado real: empresas deficitarias, cargos políticos innecesarios, exceso de funcionarios públicos, subsidios cruzados que distorsionan precios, organismos duplicados, programas sin evaluación de impacto, asesorías inútiles, fondos sin control. Todo eso cuesta. No sólo dinero: cuesta tiempo, oportunidades y dignidad.

Cuesta al emprendedor que se ahoga en trámites. Al comerciante que no puede más con las cargas sociales. A los jóvenes que hacen las valijas. A los jubilados que no pueden calentar su casa. A la clase media que ve cómo su esfuerzo se disuelve entre tasas, formularios y tarifas.

Y a todo eso hay que sumarle un fenómeno más silencioso pero igual de letal: la inflación persistente. Paulatinamente, y de poquito, los precios suben todos los meses. El poder adquisitivo se erosiona lentamente, sin que nadie lo note ni lo aborde como problema estructural. El Estado calla, pero el bolsillo de la gente sangra.

Nos han convencido de que el Estado “nos cuida” con subsidios, bonificaciones y tarifas sociales. Pero lo que no se dice es que lo que el Estado da con una mano, lo cobra con la otra… y con intereses. Lo que te da, te lo quita por otro lado, al doble. Nos subsidian la pobreza, pero nos impiden generar riqueza.

El país está atado a una cultura de la dádiva, del privilegio garantizado, de la burocracia premiada. Sindicatos del sector público que se comportan como corporaciones. Privilegios innegociables. Reformas bloqueadas. Servicios esenciales paralizados. ¿Y quién defiende al contribuyente? ¿Quién defiende al ciudadano que paga todo eso?

En Uruguay, criticar el gasto público se ha vuelto casi un tabú. El que se anima es tildado de insensible. Pero lo verdaderamente insensible es perpetuar un sistema que produce estancamiento, dependencia y frustración.

Porque más gasto público significa más impuestos. Más impuestos, menos ahorro. Menos ahorro, menos inversión. Menos inversión, menos productividad. Menos productividad, menos empleo. Menos empleo, más pobreza.

Y no es un error técnico. Es un diseño político. Por eso Uruguay es caro: no por accidente, sino por decisión.

Cambiar esto no será fácil. Requiere coraje político, ruptura con intereses enquistados y una ciudadanía que deje de conformarse con la resignación. No se trata de cambiar de nombres cada cinco años. Se trata de cambiar de paradigma.

Uruguay puede ser más libre, más justo y más próspero. Pero no lo será mientras el Estado siga siendo un obstáculo. La libertad —económica, política, cultural— no es enemiga de los humildes: es su mejor aliada.

Es hora de salir del letargo. De cuestionar lo establecido. De repensar el país en serio.

Porque si no lo hacemos ahora, ¿cuándo?

Y si no lo decimos nosotros, ¿quién?

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