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miércoles, noviembre 12, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

El rol del Estado y la pérdida de la solidaridad comunitaria

¿Por qué el Estado y no la Sociedad Civil?

“Un gobierno lo suficientemente grande para darte todo lo que deseas, es también lo suficientemente grande para quitarte todo lo que tienes.”

Thomas Jefferson

Estamos programados casi de manera automática que es el Estado quien debe asistir a los más débiles. Cuando vemos a alguien durmiendo en la calle o a un niño pidiendo limosna, lo primero que decimos es: “¿Dónde está el Estado?”. Sin embargo, la pregunta que realmente deberíamos hacernos es: “¿Dónde estamos nosotros?”

Con el tiempo, fuimos delegando en el Estado una responsabilidad que antes pertenecía a la comunidad, a la familia y a los vínculos cercanos. Convertimos al Estado en una especie de padre sustituto, un ente al que le entregamos, sin demasiada reflexión, deberes que históricamente nacían de la sociedad civil.

Pero el Estado – me refiero a los burócratas que lo integran – no saben ni pueden ayudar. Además de su incompetencia en el tema, su “ayuda” es inmoral porque se concreta mediante coacción al individuo, que está obligado a entregar parte del ingreso que obtuvo de su trabajo, de su sudor, a la burocracia. Pero no solo eso, sino que, por naturaleza, el Estado tiene vicios inherentes a sus condiciones que se alejan por completo de la solidaridad: es lento, costoso, ineficiente, clientelar y guiado por intereses políticos. La ayuda administrada desde la burocracia termina siendo impersonal y distante. La realidad es que ningún funcionario conoce las necesidades reales de quien sufre, y además al manejar dinero ajeno, no tiene incentivos para administrar con cuidado ni eficacia. Muchas veces, la asistencia estatal no busca que la persona se recupere y sea autónoma, sino mantenerla dependiente, perpetuar su condición, como forma de asegurar votos y poder.

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La verdadera solidaridad bajo el imperio de un formulario ni de un decreto. Nace de la comunidad, de personas ayudando a personas, reconociéndose en el otro.

Y en este entramado, el mercado y la cooperación voluntaria también cumplen un rol fundamental. La mayor reducción de la pobreza en la historia no fue producto de planes estatales, sino del trabajo libre, el comercio y la innovación. Fue la posibilidad de producir e intercambiar lo que permitió que millones mejoraran su calidad de vida.

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La historia es fiel testigo de que no siempre fue el Estado el que brindó educación, salud o asistencia social. Durante mucho tiempo, las comunidades se organizaron en mutuales, cooperativas, sociedades de socorro, economatos, cofradías, clubes, iglesias y asociaciones barriales. La ayuda era cercana y personal. Se conocía la historia de cada familia, se sabía quién necesitaba, quién podía dar y cómo acompañar. Esa es la verdadera solidaridad en una sociedad, la que emerge en forma libre, voluntaria y espontánea. 

Pero cuando el Estado tomó ese lugar, esos lazos se debilitaron, se deshumanizaron. La solidaridad dejó de ser un acto voluntario para convertirse en una función administrativa. La miserable burocracia suplió la caridad genuina. Y nosotros, lentamente, comenzamos a desentendernos del otro. Nos dejó de importar:  “es tarea del Estado”, repetimos como un mantra

Y en ese proceso, algo profundo se perdió: la humanidad del vínculo.

Porque la sociedad civil tiene algo que el Estado no puede ofrecer: proximidad. La ayuda interpersonal reconoce al otro, genera confianza, crea comunidad. La familia, los vecinos, los clubes y las organizaciones locales siempre fueron la primera red de contención. Fueron nuestras manos, no las de una oficina distante, las que sostuvieron a quienes caían.

El deber moral de ayudar al prójimo es incuestionable. Está en nuestra esencia humana. Cuando la necesidad aparece a la vista, la mayoría de las personas —por iniciativa propia y sin que nadie se los ordene— tienden la mano, ofrecen tiempo, acompañamiento o recursos. Somos seres naturalmente inclinados a la empatía y al cuidado del otro.

Sin embargo, esa disposición genuina se debilita cuando el Estado, ávido de control y protagonismo, ocupa todos los espacios de la vida social. Cuando la asistencia se convierte en función exclusiva de la burocracia, muchos sienten que “ya no es su tarea”, que “alguien más se encargará”. El resultado es una sociedad más pasiva, más distante, más indiferente.

Pero la historia demuestra que, cuando la sociedad civil está viva y libre, la solidaridad florece. Las religiones, las fundaciones, la Teletón, los Rotarios, los Leones, los clubes de barrio, las cooperadoras escolares y cientos de asociaciones voluntarias son prueba concreta —no teórica— de una comunidad que mira al vulnerable y actúa.

Son organizaciones nacidas del corazón y no de un decreto. Son manos reales, nombres propios, rostros, historias, vínculos. Ahí donde el Estado ve estadísticas, la sociedad civil ve personas. Y eso hace toda la diferencia.

No se trata de discutir si debemos ayudar. La verdadera cuestión es quién debe hacerlo.

¿Un aparato impersonal y burocrático? ¿O nosotros mismos, como comunidad viva?

La solidaridad auténtica existió mucho antes que el Estado moderno. Tal vez haya llegado el momento de recuperarla, por cuanto la humanidad fiel y verdadera no se construye desde un ministerio, sino desde el corazón de la sociedad civil.

Desde nosotros….y nadie más que nosotros.

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