Se acerca una nueva Navidad y, con ella, el acontecimiento más trascendente de la historia humana: el nacimiento de Jesucristo. No es un mito ni una tradición folclórica vacía, ni una simple fecha marcada por el consumo. La Navidad es mucho más que eso: es la irrupción de Dios en la historia, el misterio del Verbo hecho carne, la manifestación del amor que se hace cercano para redimir al hombre.
Sin embargo, en los tiempos que corren, este sentido profundo se ve cada vez más relegado. Transitamos una época en la que la fe y la espiritualidad son desplazadas del espacio público, mientras se promueve una visión materialista de la vida que reduce al ser humano a lo inmediato y lo utilitario. La Navidad es presentada como un espectáculo comercial, despojada de su significado trascendente, para que el ruido del consumo oculte el silencio del pesebre.
Pero la Navidad es infinitamente más que eso. Es el anuncio de la salvación. El verdadero regalo de esta fecha no se compra ni se envuelve. El regalo es un niño. El regalo es un mensaje encarnado en Dios que nace entre nosotros, asume nuestra fragilidad, acompaña nuestro dolor y nos ofrece, a través de su vida, su muerte y su resurrección, un horizonte de esperanza. Ese es el centro del mensaje cristiano; todo lo demás es secundario.
Jesucristo no vino a confirmar las lógicas del poder ni a acomodarse a los intereses del mundo. No vino a militar votos ni a buscar consensos para alcanzar el poder. Vino a redimir, a interpelar conciencias y a recordar que la verdad y la dignidad humana están por encima de cualquier estructura política o ideológica. Su mensaje incomodó ayer y sigue incomodando hoy, porque cuestiona la soberbia y el relativismo moral.
Mientras el poder se exhibe, se impone y se justifica a sí mismo, Dios eligió nacer en el silencio, en la pobreza y en la fragilidad de un pesebre. Esa sola imagen debería bastar para comprender la diferencia entre el dominio del hombre y la lógica del amor cristiano.
En este contexto, resulta preocupante observar cómo desde ciertos ámbitos del poder se promueven ideologías que se alejan por completo de los valores cristianos que dieron fundamento a nuestra civilización. En nombre de un progreso mal entendido, se relativizan principios esenciales, se diluye el valor de la vida humana, se debilita el concepto de familia, se ataca la inocencia de los niños y se confunde la libertad con la mera ausencia de límites. Se configura así una combinación insana de relativismo moral y positivismo jurídico, donde algunos de nuestros “representantes” se erigen como salvadores, pretendiendo suplir a Jesucristo. La arrogancia, la soberbia y el egoísmo terminan convirtiéndose en sus principales vicios.
Una política que prescinde de toda referencia ética y trascendente termina erosionando los pilares que sostienen a una sociedad sana. Cuando el poder se cree autosuficiente y pretende redefinir lo que es bueno o malo, justo o injusto, moral o inmoral, el hombre queda reducido a objeto y deja de ser reconocido como persona.
La Navidad nos recuerda que la verdadera renovación no nace de decretos ni de consignas ideológicas, sino del reconocimiento humilde de nuestra fragilidad y de nuestra necesidad de Dios. Nos recuerda el valor insustituible de la familia, de la solidaridad, del encuentro con el otro y del compromiso con el bien común. Tal vez esta Navidad también nos invite a preguntarnos qué lugar ocupa Dios en nuestra propia vida.
El único Salvador ya nació. Sin necesidad de propaganda, ni palacios, ni poder. Nació en la humildad de un pesebre y cambió la historia desde el amor y la verdad. Esa es la enseñanza que la Navidad nos propone cada año y que hoy, más que nunca, necesitamos volver a escuchar.
Queridos lectores, la Navidad no es una celebración pasajera, sino el comienzo de un camino. Un camino que no se construye desde la imposición ideológica ni desde el vacío espiritual, sino desde la verdad que libera y el amor que edifica.
Ojalá esta Navidad nos invite a recuperar lo esencial: la fe, la esperanza y el amor que dan sentido a la vida personal y social. Tal vez esta Navidad también nos invite a preguntarnos qué lugar ocupa Dios en nuestra propia vida
Que Dios los bendiga siempre, deseándoles una muy feliz Navidad junto a lo invalorable e insustituible: la familia.





