“El gobierno jamás otorga un privilegio a unos sin crear una carga sobre otros.”
William Graham Sumner
Para comprender lo que sigue hay que hacer un ejercicio incómodo: borrar lo aprendido y partir de cero. Tabula rasa.
Durante décadas hemos escuchado que los “derechos laborales” son conquistas históricas, logros irrenunciables que garantizan justicia social y protegen al trabajador frente al supuesto poder desmedido del empleador. Aguinaldos, licencias, salarios mínimos, aportes obligatorios: toda una arquitectura legal que, se nos dice, existe para equilibrar la balanza.
Sin embargo, cuando miramos más de cerca, aparece una paradoja inquietante: esos derechos no son en realidad derechos, sino privilegios. Y como todo privilegio, se financia con el bolsillo de otros. Lejos de beneficiar al trabajador en general, generan exclusión, desempleo y discriminación.
Conviene empezar por lo esencial: los derechos verdaderos —la vida, la libertad y la propiedad— no los concede el Estado. Son inherentes al ser humano. Nadie puede otorgarlos ni quitarlos legítimamente. Todo lo demás son construcciones políticas: beneficios, ventajas o transferencias que alguien tiene que pagar.
Cuando un sindicalista o un ministro anuncia que “se conquistó un derecho”, en realidad está imponiendo un costo a otro ciudadano. No hay magia en la economía: lo que el Estado da a un grupo, lo toma de otro.
El Estado como gran generador de desigualdad
Al inventar derechos, el Estado discrimina. Favorece a unos y perjudica a otros. Diferencia a trabajadores según sector, condición o género, y destruye el principio de igualdad ante la ley.
La primera verdad incómoda es esa: cada privilegio impuesto tiene un costo que alguien paga. La segunda, más difícil, es admitir que muchos de los beneficios que hoy disfrutamos no son un regalo, sino un traspaso de riqueza: lo que recibes viene de lo que otro perdió.
El Estado es un juego de suma cero. Cada vez que encarece un contrato –civil, comercial o laboral– reduce la cantidad de contratos posibles. Si se vuelve caro contratar, se contrata menos.
Salario mínimo: un ejemplo clásico
Cuando el gobierno fija salarios por decreto, actúa como si el valor del trabajo pudiera determinarse en una oficina. Pero el salario surge de la productividad real. Si el mínimo legal supera lo que produce un trabajador, contratarlo deja de ser rentable.
El resultado: exclusión. Ese salario mínimo se convierte en un salario máximo. Solo acceden a él quienes ya están dentro del mercado formal, mientras otros quedan condenados a la informalidad o al desempleo.
Aportes obligatorios: otra barrera
Algo similar ocurre con los aportes previsionales y las cargas sociales. Bajo la promesa de “proteger el futuro del trabajador”, el Estado encarece el costo laboral. El empresario no evalúa solo lo que produces, sino lo que produces más impuestos y cargas.
La reacción es previsible: salarios netos más bajos, precios más altos o menos contrataciones. Siempre alguien paga: el empleador, el consumidor o, en última instancia, el propio trabajador que no consigue empleo.
La paradoja de los “beneficios” femeninos
Licencias especiales, horarios reducidos, días libres por maternidad o lactancia. Todo suena a conquista, pero encarece la contratación de mujeres. Ante dos candidatos con igual productividad, el empresario elegirá al de menor costo.
El Estado, que se presenta como adalid de la igualdad, termina discriminando a las mujeres, especialmente a las que buscan empleo dependiente. En contraste, las mujeres independientes o emprendedoras, que no gozan de privilegios obligatorios, progresan por mérito propio. El mensaje implícito es brutal: la política laboral castiga la dependencia femenina y premia la autonomía, aunque el discurso oficial diga lo contrario.
Y entonces aparece lo verdaderamente desconcertante: dos mujeres, dos madres, dos destinos opuestos. Por un lado, la trabajadora “protegida” por decretos: licencias pagadas, horario reducido, beneficios que el Estado proclama como derechos inalienables. Por el otro, la mujer independiente, la profesional autónoma o emprendedora, que carece de todo ese andamiaje. Si se embaraza, no hay licencia obligatoria ni salario asegurado, ningún “derecho” que le cubra el tiempo de crianza.
No hablamos de dos tipos distintos de personas: se trata de mujeres, con las mismas necesidades biológicas y el mismo valor humano. La diferencia la marca un papel firmado en una oficina estatal. Esa frontera artificial decide quién merece subsidio y quién no; quién es “digna” de beneficios y quién queda librada a su propio esfuerzo.
Y ahora yo les pregunto: ¿Quién construyó esta brecha que fragmenta a las mujeres en dos castas? El Estado.
Y esto que sucede con las mujeres, sucede en todo ámbito y sector, por supuesto, también a los hombres. Algunos gozan de convenios colectivos blindados, otros se ven obligados a aceptar empleos informales sin ninguna cobertura. La desigualdad, lejos de reducirse, se multiplica.
El mito de la explotación
Otro relato que conviene dejar atrás es la supuesta lucha de clases. Empresario y trabajador no son enemigos, sino socios complementarios. El primero arriesga capital, organiza y para por adelantado; el segundo aporta su talento, esfuerzo y cobra antes sin esperar a que el producto se venda. Son socios y juntos crean riqueza.
A un empleador le conviene que su gente esté bien: un trabajador explotado, enojado, disgustado, rinde menos y tiene menos productividad. Lo que nunca pudieron comprender los socialistas es que al empresario no le sirve erosionar la energía y la voluntad de su trabajador. No le conviene explotarlo sino motivarlo.
La mejor protección para el empleado no es una ley laboral, sino la abundancia de empleos. Muchas oportunidades. En una economía libre y dinámica, si un empleador maltrata, el trabajador puede renunciar y encontrar otra oportunidad. La competencia laboral provoca movilidad y esa es la mejor garantía contra el abuso. Y esta garantia no existe en un mercado laboral intervenido por el Gobierno.
El verdadero explotador
Mientras miramos con recelo al empresario, ignoramos al empleador más grande y desigual de todos: el Estado. Ninguna empresa privada puede igualar su capacidad de discriminación legal, su voracidad fiscal y su arbitrariedad. Sin embargo, la ideología nos impide verlo.
El gobierno no produce riqueza ni crea prosperidad. Solo reparte por la fuerza lo que quita a otros, generando privilegios, resentimiento y estancamiento.
Lecciones de la historia
Los países que más prosperaron no lo hicieron gracias a regulaciones laborales rígidas ni a sindicatos todopoderosos. Lo hicieron gracias a la libertad.
Estados Unidos en el siglo XIX, Inglaterra durante la revolución industrial, Suiza y Holanda en su desarrollo comercial, Chile en las últimas décadas: en todos los casos, el motor fue la libertad de emprender, contratar, innovar.
En cambio, donde predominó el populismo laboral la consecuencia fue alta informalidad, desempleo estructural y sindicatos enriquecidos a costa de los trabajadores. Lo que se presentó como justicia social derivó en pobreza y desigualdad.
El progreso nace de la libertad
La verdadera fuente de progreso está en la sociedad civil, no en los parlamentos. Está en el mercado libre, no en los ministerios. Está en la cooperación voluntaria entre individuos, no en los decretos de un burócrata.
Cuando permitimos que las personas contraten libremente, que las empresas inviertan y que los ciudadanos decidan cómo administrar su esfuerzo, surgen las oportunidades genuinas.
El día que dejemos de mirar al Estado como un dios que “concede derechos” y volvamos a confiar en la libertad, descubriremos una verdad elemental: la dignidad humana florece cuando somos ciudadanos libres, no súbditos de un poder que reparte privilegios a su antojo.
Recuperar la libertad
Los llamados derechos laborales no son conquistas, sino cadenas. Encarecen el empleo, generan exclusión, discriminan a las mujeres, frenan la inversión y empobrecen a la sociedad. El verdadero derecho que necesitamos defender es el de vivir en libertad, iguales ante la ley y respetados en nuestra propiedad.
El liberalismo no nos promete un paraíso artificial, sino algo mucho más real: una sociedad donde cada persona pueda desplegar su talento sin que el Estado intervenga. Esa es la única garantía de prosperidad auténtica.
Y eso, a la larga, es mucho más que cualquier “derecho laboral” decretado desde arriba.





