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Los artistas que le roban belleza al olvido

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«No somos panes de panaderías, somos de hornos de barro», decía «Carita», un dibujante como pocos, al que le gustaba filosofar sobre las cosas de la vida, y que tenía muchos sueños de exponer algún día.

La exposición más grande que hizo fue una vez que cumplió años: fuimos una veintena de sus amigos a su casa a festejar, y él nos hacía entrar en tandas a su cuarto para mostrarnos sus dibujos, colgados de un hilo largo o fijados con chinches en las paredes.

Su talento era único y lo plasmaba con poquísimos elementos, pero con una inmensa creatividad. Un día guardó sus cosas en esa cárcel de la realidad y llenó de callos, de arena y concreto aquellas manos que dejaron de hacer magia sobre el papel, porque, «hay que parar la olla, todos los días».

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Hoy, cuando uno sale a caminar por las calles del centro, por los parques, en la costanera, en los centros termales, se encuentra con muchos «Caritas»: pintando con pocas cosas, haciendo sonar su guitarra, una armónica, mostrando artesanías creadas por ellos mismos.

Uno no quiere volver siempre al pasado, a los recuerdos, pero a veces —casi siempre— se hace necesario para testimoniar sobre esas cosas de la cultura que se repiten, según pasan los años…

En nuestros años jóvenes nos decían que pertenecíamos a la «cultura subterránea», esa que, por más esfuerzo que haga y talento que demuestre, nunca conocerá la fama ni el reconocimiento de un público masivo. Nunca supimos qué tan lejos o tan cerca estuvimos de la tierra del talento. No era cosa de desvelo: lo nuestro pasaba porque, en aquellos años grises, teníamos una necesidad imperiosa de comunicarnos, de sentirnos vivos, de dar lo mejor de nosotros, aunque fuera mínimo, apenas una gota en el mar de la cultura. Pero, como cantaba Viglietti entonces, «una gota con ser poco, con otra se hace aguacero».

En nuestro pequeño mundo de Salto, de los años setenta y ochenta, vaya si producíamos aguaceros, que mojaban siempre —y hasta veces diluviaban— entre las almas de nuestra cofradía. No iba más allá, porque más allá, es decir, en la otra cuadra, nadie nos conocía.

Un día descubrimos que nuestra cultura subterránea se llamaba Underground en otras partes, que también tuvieron sus tropiezos, dificultades y patologías similares a las nuestras. Pero salieron adelante y fueron creadores de tanta belleza, tanta energía, tanta vitalidad y tanto arte, que el cielo se iluminó para siempre y nos empujó a la vida, sin más condición que crear futuro, abrir caminos, levantar puentes, transmitir amor… y sin más recompensa que ser útiles a alguien, de estimular a otro, de multiplicar luces en las almas.

Fue entonces que un día creamos «Medabeca», una plaqueta literaria; luego «Hueco Subterráneo», «Creato». Más tarde vino una unión con otros creadores y formamos «Amigos del Arte», que produjo la revista La Hilacha, el grupo de teatro El Picadero, y sumó artistas plásticos. Por ese entonces, la Cofradía de la Colina creció, se comunicó e intercambió con artistas del litoral uruguayo y argentino. Vino Trilce, y después, con aires de democracia, surgió la Coordinadora de Trabajadores por la Cultura (CTC), que realizó un sinnúmero de actividades. Era otra cosa, y es justo decirlo: el intendente Malaquina, a través de Graciela Delgado de Brum —nuestro nexo—, nos dio un apoyo muy bueno.

Siempre pensamos en los logros que podríamos haber alcanzado si avanzábamos por ese camino. Pero vino el Carnaval Naranja, con su explosión impensada en 1986/87, y la creatividad se desmadró. Fue envuelta en aquel majestuoso torbellino de Momo, y ya nunca volvimos a ser iguales. Eso sí: fuimos felices, plenos, y caminamos de verdad con los zapatos del pueblo.


Hoy, y siempre…

La cultura underground en los rincones de mi ciudad late con fuerza propia —creativa, desafiante, auténtica. Es ahí, entre murales caseros, letras sinceras y sonidos improvisados, donde nacen las expresiones más crudas y verdaderas. Artistas que cambian el mundo con lo que tienen: sueños grandes, bolsillos vacíos y un fuego interior que no pide permiso. Aunque mucha gente mire hacia otro lado, esos artistas construyen identidad, comunidad y resistencia.

El arte sin difusión masiva tiene su magia: no busca los «me gusta», busca corazones despiertos, como ayer, como siempre. Difundir la cultura underground es como encender una chispa en medio de la noche, y uno, desde siempre, se encuentra sosteniendo el fósforo.


Los que pasan la gorra, los que tiran el paño, los que pintan, los malabaristas de las esquinas

Los que pasan la gorra no solo buscan monedas —buscan ser escuchados.
Los que tiran el paño están poniendo su mundo sobre el asfalto, ofreciendo arte como quien ofrece el alma.
Los que cantan en plazas y parques convierten el aire en melodía, resignifican el espacio público con su voz.
Los que pintan, casi sin implementos, sacan colores de la escasez, y hacen que las paredes hablen.

Los malabaristas son artistas, aunque muchos no lo crean.
«Carita» hubiera dicho: «Eso es revolución cultural en estado puro. Nada más real, nada más visceral».
Y uno repite y afirma: son artistas que le roban belleza al olvido.
Y al ponerle palabras a este mundo, también son parte de la movida.


Arte y artistas, por un mundo mejor

El arte underground es el latido más auténtico de cualquier comunidad, y resuena con la fuerza de creadores que, a pesar de las limitaciones económicas y la escasa difusión, desbordan creatividad y sueños.

Son artistas que labran su camino fuera de los circuitos tradicionales, encontrando en la independencia su mayor fortaleza y, a menudo, su mayor desafío.

Estos artistas encuentran su mayor gozo en la libertad de expresión. No están atados a demandas ni a tendencias pasajeras. Su arte nace de una necesidad interna, de la exploración genuina de ideas, emociones y formas. Esto se traduce en obras más arriesgadas, innovadoras y profundamente personales.

Las exhibiciones en espacios no convencionales, los conciertos íntimos, las intervenciones urbanas: todo ello crea una atmósfera de cercanía que los grandes escenarios difícilmente pueden replicar. Se genera una comunidad en torno al arte, donde la interacción es más fluida y el apoyo mutuo, fundamental.

Sin embargo, la vida del artista underground está también marcada por sombras. La escasez económica es una constante. La inversión en materiales, equipos, espacios de ensayo o exhibición, y la simple subsistencia diaria, se convierten en obstáculos considerables. Muchos deben equilibrar su pasión con trabajos que les permitan cubrir sus necesidades básicas, restando tiempo y energía a su verdadera vocación.


No es uno u otro: es el todo

Al mostrar a este tipo de artistas, que existen, que son reales y que andan por los días respirando y perfumando su existir a cada rato, no se pretende negar ni dejar de lado a los artistas que estudiaron música, pintura, danza, que tienen academia, universidad, talleres, especializaciones.

A ellos les dedicamos generalmente nuestra atención, reconocemos sus virtudes y talentos, y saben que nuestro desvelo es destacar siempre su crecimiento, sus logros y los reconocimientos que se ganan merecidamente.

Simplemente hoy quisimos mostrar otra vertiente del arte, que también es parte viva de nuestra ciudad y de todas partes.

Al fin y al cabo, solo queremos destacar la cultura nuestra, los artistas nuestros, y desear que vengan tiempos de grandes cambios en favor de nuestros creadores, porque si eso sucede, Salto será mejor en todo…

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