Imaginación y crítica
La muerte de Ricardo Piglia el 6 de enero pasado es una pérdida notable para la literatura rioplatense. Sus novelas y cuentos se proyectaron morosamente hacia el reconocimiento internacional, pero ha sido, sobre todo, su capacidad de convertir la crítica literaria en un género de intensidad y creación lo que acabó por ubicarlo entre los más brillantes intelectuales que ha dado la Argentina en el siglo XX.
Durante muchos años se discutió la relevancia de Piglia entre los autores de una generación especialmente prolífica y urgida por los compromisos políticos, como lo muestran los diarios personales que viene publicando Anagrama. En los años sesenta Borges y Bioy Casares, Julio Cortázar, Sábato, Leopoldo Marechal, dibujaban un abanico literario cuestionado y enriquecido por la irrupción de David Viñas, Rodolfo Walsh, Andrés Rivera, Juan José Saer, Haroldo Conti, Juan Gelman, Paco Urondo, Manuel Puig, Germán Rozenmacher, Héctor Tizón, Daniel Moyano y Miguel Briante, entre muchos otros. Entonces la vida literaria enfrentaba dos demandas intelectuales básicas: la relectura de la tradición liberal que alentaba el revisionismo peronista y la inserción del campo de la literatura en las luchas sociales y revolucionarias que cruzaban el continente.
BUSCANDO UNA VOZ PROPIA
Piglia había cursado la carrera de Historia en la Universidad de La Plata y malvivía en las pensiones porteñas mientras se abría camino en la prensa y las colecciones editoriales. Integrado a los sectores de izquierda, sus adhesiones políticas encontraban el límite de una vocación literaria que había decidido anteponer a cualquier otro compromiso, con un empeño que excluía, incluso, la fundación de una familia. Tenía serias dudas de que las discusiones estuvieran bien encaminadas y buscaba una voz propia que lo alejara de la masiva influencia de Borges y Cortázar sobre su generación. Ese empeño lo llevó a la literatura norteamericana (Faulkner, Hemingway y Fitzgerald, en la primera hora), a Pavese, a Witold Gombrowicz, a recuperar la figura de Macedonio Fernández y en especial la de Roberto Arlt, con la intención de encontrar una síntesis personal entre dos iconos contrastados de la literatura argentina: la fidelidad letrada de Borges y la fidelidad popular de Arlt.
En 1967 obtuvo una mención en el Concurso de Casa de las Américas con su primer libro de cuentos, Jaulario, luego publicado en Argentina como La Invasión, y en 1975 publicó su segundo libro de relatos, Nombre falso, pero no fue hasta la edición de su más ambiciosa novela, Respiración artificial (1980), en plena dictadura militar, que obtuvo su consagración literaria. No era la primera vez que aparecía su personaje Emilio Renzi, pero tuvo en la novela una manifestación decisiva que lo llevó a convertirse en su doble literario (un nombre oculto en su documento de identidad: Ricardo Emilio Piglia Renzi), que lo acompañaría hasta sus últimos días.
Más tarde llegaron nuevos títulos: Prisión perpetua (1988), La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997), Blanco nocturno (2010), El camino de Ida (2013), y a partir de 2015 Los diarios de Emilio Renzi en tres volúmenes, del que falta editar el último, Un día en la vida. Anagrama anunció su presentación en setiembre de este año, pero en el mes de enero Jorge Herralde declaró que ignoraba el estado en que lo dejó Piglia antes de morir. Sus diarios personales pueden integrarse tanto a la ficción como a su obra crítica porque se trata de un emprendimiento literario largamente meditado sobre el sentido de la experiencia y los derechos del narrador a intervenirla. Y es que a la par de su obra narrativa, en el esfuerzo por ganarse la vida como escritor —dirigió la famosa colección Serie negra para Tiempo Contemporáneo, orientada a difundir las novelas policiales norteamericanas, y varias colecciones para la editorial Jorge Álvarez—, Ricardo Piglia se convirtió en un eximio crítico literario, con una sólida formación intelectual que lo condujo a frecuentar los mundos académicos y a dictar cursos de literatura en la Universidad de Princeton durante más de quince años.
Sus ficciones y ensayos forman una unidad porque los textos nacieron bajo el amparo de su conciencia crítica, y es notorio que ese amparo fue tan lúcido como estricto para el escritor de relatos. Los concibió como operaciones literarias en un campo intelectual competitivo y cruzado por muchas poéticas, y por admirable que resulte la ductilidad y precisión de su prosa, o la inteligencia para integrar las asperezas de la vida con sobrias estrategias estéticas, el lector de Piglia nunca deja de percibir una excesiva deliberación en el armado de las tramas. No se trata de la verosimilitud sino del riesgo y la actitud desprotegida que pide el relato para creer en la historia y en su narrador. Ineludiblemente asoma el reclamo de cómo debe ser leída una frase o una secuencia con relación al campo de tensiones que atraviesan el sistema literario del autor. La preocupación por el sistema literario es omnipresente en la obra narrativa de Piglia, y fue en la extrema lucidez de esa conciencia donde habría de encontrar su mayor aventura intelectual.
EL ARTE DE LEER
A lo largo de su trayectoria Ricardo Piglia escribió una serie de libros de ensayo y de entrevistas en los que difundió sus ideas literarias, tan agudas y brillantes que hasta el día de hoy resultan abrumadoras. Crítica y ficción (1986), luego ampliado en la edición de Anagrama de 2001, Formas breves (1999), El último lector (2005), La forma inicial (2016), Las tres vanguardias (2016) y la recopilación de retratos sobre los procedimientos narrativos de Faulkner, Capote, Hemingway y otros, en Escritores norteamericanos, que acaba de publicarse en Buenos Aires, integran junto a las notas de lectura de sus diarios un fresco formidable, no solo para indagar las tensiones estéticas y literarias de la Argentina, también las de la literatura norteamericana, el cuento policial, la ciencia ficción, los diarios de Kafka, de Tolstói y de Pavese, la novela decimonónica y los desafíos que enfrenta el género en la actualidad.
Al cabo de años de estudiar y frecuentar la literatura universal, Piglia se convirtió en un lector de excelencia, con una exquisita percepción de los procedimientos narrativos y el modo en que las ficciones se integran a las tensiones de la cultura en sus ámbitos diferenciados. Una robusta vocación crítica sumada a su condición de narrador, le permitió trascender los fórceps y obligaciones de la vida académica (monografías, tesis, papers, citas reverenciales, etc.) para difundir sus lecturas de un modo personal, al extremo de llevar su condición lectora a los niveles de la creación literaria. Porque lo que heredó de Borges fue la conciencia de que la literatura es una conversación privilegiada, y el lector un protagonista de primer orden en la significación de la trama literaria. Demostró que la teoría no necesariamente debe ser epigonal y críptica, ni la literatura un sistema de referencias cerradas sobre su especificidad. La vinculó con la historia, con la política, con los giros sociales, y con los relatos que operan en el Estado, la vida pública y los medios de comunicación, dentro de un campo de fuerzas donde proliferan otros discursos y formas narrativas.
(Suplemento Cultural de El País)