Este viernes sentí un escalofrío inmenso. Es una mezcla de dolor con indignación, con esas ganas de no querer acostumbrarme a esta realidad.
Soy mujer y, necesariamente —a veces penosamente—, me encuentro con otras pensando en esas situaciones que se nos presentan, y se nos hace un poco difícil poner luz. Resulta complejo poder hablar de violencia de género, más aún de violencia doméstica, sin sentir la presión de lo externo.
Es como si te pusieras debajo de un reflector que permite que se te vea desde todos los ángulos, donde el juicio, el ataque o la justificación al violento llegan. Y ahí está el cuerpo, intentando sostener cicatrices, marcas, lágrimas, recuerdos de frases profundamente hirientes. Y en medio de esa inmensidad de sensaciones, está la mujer, que además tiene que seguir con su vida, con el miedo tatuado en la piel. Con una denuncia que, a veces, trae alguna medida cautelar y una prohibición de acercamiento, y que parece ofrecer apenas un poco de suavidad frente a tanta aspereza.
Hoy duele ver que una mujer, madre de dos niños, sea víctima de una violencia machista cada vez más creciente, instalada en una nueva y terrible historia. Víctimas absolutas de un sistema que necesita ser revisado, porque aquí quedó una mujer, una madre que ahora también tiene que sostener la vida sin sus hijos.
Esta historia es pública, la conocemos. Pero, ¿cuántas otras historias no salen a la luz? ¿Cuántas mujeres están presas de hombres que utilizan todo su poder violento para mantenerlas ahí? ¿Cuántas están en peligro y no pueden salir, porque tampoco están preparadas para enfrentar los discursos de odio?
—“Seguro, ella lo provocó.”
—“Yo lo conozco, él no es así.”
Y tantas otras frases que, con certeza, hemos leído alguna vez.
Creo que este caso despierta varias alertas: la falta de contención hacia la mujer, la necesidad de medidas judiciales más efectivas y la falla en la atención a la salud mental. Me parece increíble pensar que un hombre de 28 años pueda llegar a cometer semejante aberración.
Esta columna no hace más que poner en palabras lo que pienso y también invitar a reflexionar a quien lee. Porque todos tenemos madres, hermanas, amigas. Y, a veces, el no hablar de estas cosas se traduce en la falta de un espacio seguro para poder conocer la realidad de esa mujer, madre, hermana, amiga.
No podemos seguir permitiendo que el miedo se tatúe en la piel de tantas mujeres como si fuera destino.