“Llegará el día en que será preciso desenvainar una espada por afirmar que la hierba es verde.”
G.K. Chesterton
He decidido comenzar esta columna con LA VERDAD; una verdad sólida, inmutable, que se apoya en la certeza biológica y científica.
Y la verdad es esta: los sexos son dos, y no pueden ser más que dos.
Cada célula del cuerpo lo grita, cada hormona, cada cadena de ADN, cada cromosoma XX o XY, cada proteína y cada gen participan en ese orden natural, regulando desde el crecimiento hasta el metabolismo. El sexo marca la piel, los huesos, los órganos, el cerebro. Esa es la verdad, y es esa verdad la que deberían recibir nuestros hijos en la escuela. Allí debe enseñarse biología, no ideología; ciencia, no dogma.
Sin embargo, intereses espurios y mezquinos han llevado a nuestros gobernantes y a colectivos nacionales e internacionales a apartarse de esa verdad para imponer la mentira del género. En nombre de la diversidad, nos empujan a un artificio de desorden que reniega de la anatomía, de la genética, de la fisiología y de la neurociencia, para centrarse únicamente en lo voluble: el sentimiento, el placer efímero, la auto-percepción subjetiva. Y lo que surge de este abandono de la realidad es un mundo orwelliano, una distopía en la que la ciencia se arrasa como enemiga y se nos impone que los sexos no existen, que lo único que hay son “géneros”, como si fueran estilos artísticos y no realidades inscritas en nuestra naturaleza.
Según este dogma, el sexo no es biología, sino una imposición arbitraria. La sociedad sería culpable de asignarnos una identidad sexual, y para eximirnos de esa supuesta culpa debemos “deconstruirnos”, destruir todo lo que la civilización ha construido y volver a nacer desde la nada. La ley en Uruguay lo consagra: se nos dice que nacemos neutros y que debemos reescribir nuestra identidad a medida que crecemos. Así, el sexo se convierte en una máscara, un papel que se cambia tantas veces como uno lo desee. Y cuando el cuerpo no coincide con la mente, el maquillaje, las hormonizaciones y las cirugías de mutilación se presentan como herramientas para torcer la biología, como si la naturaleza pudiera ser doblegada por decreto o deseo.
El absurdo se convierte en dogma de Estado. Con la ley 19.580, Uruguay ha elevado a norma obligatoria una política pública hedonista del placer, avalada y promovida por los tres poderes de la República. Y esta imposición ideológica no es neutral: es profundamente destructiva. Corroe la seguridad jurídica, pulveriza la igualdad ante la ley y mina los cimientos de la civilización: la familia, el matrimonio, la maternidad y la crianza de los hijos.
En este contexto, la llamada “marcha de la diversidad” se presenta como un acto de liberación, pero en realidad es la manifestación más clara de este dogma metafísico y antinatural. No discuto la intimidad personal; cada quien es libre de acostarse con quien quiera, vestirse como le plazca y auto percibirse como desee. Eso no es el problema. El problema surge cuando, bajo el pretexto de esa libertad, se imponen privilegios y se financia con el dinero de toda una ideología particular. Lo inaceptable es que el Estado utilice recursos públicos para subvencionar colectivos, marchas y espectáculos que nada tienen que ver con las necesidades reales de la gente. Pedir privilegios ya es cuestionable; concederlos, infinitamente peor.
Y aquí conviene hacerse preguntas simples pero incómodas: ¿qué hace el Gobierno imponiendo un dogma sexual que contradice la ciencia? ¿Por qué los legisladores otorgan beneficios en base a sentimientos? ¿Qué hacen los funcionarios públicos promoviendo una ideología sexista con nuestro dinero? Y también cabe interpelar a los colectivos: ¿qué obsesión tienen con exhibir su sexualidad en la plaza pública?
La contradicción se hace aún más clara cuando imaginamos otro escenario: ¿qué dirías tú si el Estado usara tu dinero para financiar el dogma católico, construyendo iglesias, organizando procesiones y enseñando valores religiosos en todas las escuelas? Probablemente te parecería una violación a la laicidad. Pues bien, es exactamente lo mismo: una imposición ideológica disfrazada de política pública. Con la diferencia de que el catolicismo, al menos, promueve la vida, mientras que el dogma de género promueve el hedonismo y la cultura de la muerte.
La marcha de la diversidad se reviste de victimismo, pero no puede mostrar un solo caso concreto de persecución en Uruguay. ¿Quién los oprime? ¿Dónde están sus victimarios? La mayoría de los uruguayos están demasiados ocupados trabajando, criando a sus hijos, enfrentando problemas reales, como para preocuparse por lo que hace el vecino en su intimidad. A nadie le importa con quién se acuestan. A nadie. Esa es la verdad que no quieren reconocer.
Y aquí va otra verdad: el único objetivo de estas marchas no es la igualdad ni la justicia, sino reclamar más privilegios. Pedir y pedir, siempre más, a costa del bolsillo de toda la sociedad, que se ve obligada a financiar las ventajas que el Estado concede en función de “diferencias” y orientaciones sexuales. ¿Un Estado que reparte beneficios basados en el sexo y en el sentimiento? ¿Un Estado que empobrece a toda la ciudadanía por imponer un dogma sexual? ¿En qué degradación inmoral hemos caído?
En los últimos tiempos no existe grupo que haya recibido más privilegios que este. Y lo han hecho a costa de la pobreza del resto, sacrificando necesidades urgentes de familias enteras.
La lista de privilegios es tan extensa como escandalosa. No se trata solo del cambio de nombre registral, de las cuotas laborales, de las becas, de los tratamientos, de las hormonizaciones, de las operaciones, de las viviendas, de las pensiones, de las indemnizaciones o de las ventajas en el trabajo. A todo eso se suman cupos educativos y programas especiales de ingreso en universidades, acceso prioritario a planes sociales, asistencia psicológica gratuita y permanente, subsidios millonarios a colectivos y organizaciones LGBTQ+, campañas de propaganda financiadas con dinero público, protecciones laborales reforzadas y programas de empleo exclusivos. Incluso, en el ámbito penal, una simple disputa puede transformarse en “delito de odio” si se invoca la orientación sexual o la identidad de género. Se ha tejido así una red de privilegios que abarca lo civil, lo laboral, lo sanitario, lo educativo, lo económico y hasta lo judicial. Ningún otro sector social ha recibido semejante cúmulo de beneficios, y aun así, cada año vuelven a marchar pidiendo más.
Las verdaderas víctimas no son quienes marchan. Los verdaderos discriminados somos los uruguayos honestos que trabajamos, que pagamos impuestos aunque no llegamos a fin de mes, que tenemos hijos enfermos y urgencias reales, y que vemos cómo nuestros recursos se desvían para financiar marchas sexuales o espectáculos bochornosos en la Torre Ejecutiva. Somos los que apostamos por la familia, la maternidad y la vida, y nos convertimos en víctimas sin derechos, obligados a callar mientras otros gritan.
Pero la paradoja más oscura está en el desenlace: los mismos que marchan un día bajo el estandarte de la diversidad sexual, celebrando el culto al placer y a la auto-percepción, son los que, apenas una semana después, marchan a favor del aborto, reclamando la extinción de la sexualidad más pura y elemental: la de un ser humano aún no nacido.
He aquí el verdadero rostro de esta ideología: exaltar la sexualidad cuando conviene a su dogma y negarla en su raíz más profunda cuando la vida asoma. No estamos frente a una lucha por derechos, sino ante una cultura de la autodestrucción. Porque quienes hoy celebran el placer, mañana justifican la desaparición de la vida misma. Y al final, terminan siendo no los defensores de la diversidad, sino los heraldos de la nada.
Mientras el Estado dilapida recursos en marchas, hormonizaciones y privilegios sin límite, la familia —ese único sostén real de toda civilización— es relegada, despreciada y destruida. La cultura del placer grita fuerte y ocupa las calles, pero la verdad permanece silenciosa, grabada en cada célula y en cada fibra de nuestra naturaleza: sin familia no hay futuro, sin maternidad no hay vida, sin valores no hay nación.
Hoy parecen invencibles, pero no lo son. Ninguna ideología que se levante contra la verdad logra perdurar: todas terminan desplomándose bajo el peso de su propia mentira. La biología no se negocia, la verdad no se extingue y la vida siempre encuentra la forma de abrirse camino. Podrán llenar plazas con banderas multicolores y repetir mantras de victimismo, pero jamás podrán alterar lo eterno. Y llegará el día en que esta sociedad, cansada de ser burlada y saqueada, despierte de su anestesia y vuelva a levantar la espada… solo para proclamar lo evidente: que la hierba es verde, que los sexos son dos y que la familia es el fundamento de toda verdadera libertad.





