Habían pasado cuarenta y ocho días a bordo del crucero que zarpó desde Lisboa y ahora se acercaba a su último destino, Valparaíso, Chile.
De a poco me empezaba a despedir de este barco de cinco pisos, con la cubierta de hierro y madera, junto a los vidrios que le hacían justicia a todos los amaneceres y atardeceres que reflejaban.
En el último piso había una especie de observatorio, donde aficionados y sabios se agrupaban a mirar las maravillas del cielo.
Ese lugar tenía la combinación equilibrada entre lujo y misterio, perfecta para esta mujer con algunos más que cuarenta.
Ya estaba más cerca de casa y era septiembre. Fue mi primer viaje sola. Lisboa, Portugal, fue el destino elegido, pero al séptimo día nada me atrapaba de ese majestuoso sitio.
Es más, no sé cómo terminé ahí. Seguramente escuché a medias alguna recomendación de alguien más o menos relevante en mi vida, armé la valija y terminé lejos y aburrida, pero en el lugar correcto para lo que se venía.
Así que, utilizando la fortuna de mis vacaciones obligadas tras haber sido despedida de mi trabajo de más de diez años, y los ahorros que me quedaron tras una buena administración, me subí al crucero Santamar.
No lo pensé demasiado. Solo sabía que recorrería muchos lugares y tendría tiempo para entretenerme con algo más que no fuera mi vida, que de caos y cambios ya tenía bastante.
A la mitad del viaje, en el Estrecho de Magallanes, subió un hombre de mirada incalculable. Tanto que no pude sostener la mía en sus ojos. Mientras la máquina estaba cada vez más cerca de detener su andar, lo recuerdo, mientras guardo mis cosas: ese hombre, un tanto imposible, que pasó por el espacio queriendo no llamar la atención.
Lo que no tuvo en cuenta para lograr su cometido fue su forma de caminar. Ni su manera de mirar sin buscar.
No sé en qué momento empecé a sentirlo cerca. Primero fue una presencia, algo en el aire, un silencio distinto cuando él estaba. No hacía nada, no decía nada, pero todo se movía apenas, como si el barco cambiara de ritmo.
A veces me cruzaba con él en los pasillos, otras lo intuía detrás, sin verlo. Tenía una sensación rara, incómoda, como si me recordara algo que no sé cuándo olvidé.
No sentía miedo. Era otra cosa. Una mezcla de intriga y temblor, de querer mirar y no poder. De reconocer sin haber visto antes. Su calma me incomodaba. Su silencio era un espejo donde no quería reconocerme.
Eso me hacía reflexionar intensamente en mi presente y en la construcción de estas más de cuatro décadas de vida. Me resultaba interesante darme cuenta cuánto había cambiado yo y la realidad en la que vivía, en definitiva, nunca me había cuestionado tanto ni mi trabajo ni mis amores.
Aunque el objetivo de este crucero no era pensar en mí, al parecer no tenía escapatoria. Después de tanto silencio y contemplar, me di cuenta de que había estado viviendo una vida que parecía prestada, que nunca tomé demasiados riesgos y que siempre me sentí cómoda en los lugares y con las personas que estuve, como si se tratara de un juego perfecto con reglas incluidas y yo, con una obediencia ejemplar, nunca cuestionaría.
Ahora, ¿cómo podía despertar algo tan profundo alguien tan extraño con solo un “aparecer”?
Una tarde, el cielo parecía mezclarse con el mar. El horizonte era una línea finita, sin principio ni fin. Subí al observatorio. Él ya estaba ahí. No dijo nada. Solo giró un poco la cabeza, lo justo para que nuestras miradas se cruzaran. Hubo impacto, y vértigo.
Es ese tipo de conexión que no se entiende, se siente. Y en ese segundo tuve la certeza absurda de que ya lo conocía.
Los días después fueron un desorden de horas. Todo seguía igual y, sin embargo, nada era igual. El mar, el ruido de la máquina, la gente, las luces, todo parecía tener otro tono, otro ritmo. Él aparecía y desaparecía con la naturalidad de lo inevitable. Nunca supe si lo buscaba o si él me encontraba a mí.
Una noche subí a la cubierta. El viento se había calmado. El mar se transformó en una superficie quieta, casi dormida, como si se estuviera preparando para la siguiente escena.
Me apoyé en la baranda y lo sentí llegar, aunque no lo vi. Su voz fue apenas un roce, suficiente para estremecerme.
—No todos los viajes son para llegar —dijo sin mirarme—. Algunos son para encontrarse.
Sentí que el tiempo se detuvo un instante. No había distancia entre nosotros, pero tampoco contacto. Era como si algo invisible nos rodeara. El deseo no solo era físico, era una pregunta que no sabía responder.
Solo pude devolverle una sonrisa y giré con mi copa hacia mi habitación, con sus palabras haciendo eco en mi cabeza, porque parecía justo para lo que estaba viviendo. Lo que más me retumbaba era el “encontrarse”. Estaba cayendo en la cuenta de que nunca me había buscado y que en esa no búsqueda se reflejaba un egoísmo propio enterrado bajo objetivos y logros vacíos que me hacían pensar solo en lo que venía después. En un punto, tampoco había tenido la valentía de reconocer lo que soy como mujer.
Cuando el crucero estaba llegando al puerto de Valparaíso encontré en mi habitación una pequeña caja. Estaba en un rincón, como si hubiera pertenecido siempre a ese lugar. Era bastante pequeña y, al abrirla, no había nada.
La nada misma se estaba presentando frente a mis ojos, como si fuera un espejismo absoluto de mi pasado, de mi presente y de mi futuro.
Ahora estaba en una nueva ciudad, con tanto por resolver. Solo una cosa tenía como certeza: no volver a casa, sino ir haciendo del mundo mi propia casa, construirme y sentir con la libertad y el impulso de la propia vida.
De amores aún no hablé ni pensé, pero… aunque me parezca ridículo, todavía creo que en sus ojos marrones puedo —y quiero— escribir más de una historia.









