Título original: El Último Viaje a China
Título en Uruguay: El Último Viaje a China
Estreno en Uruguay: 13 de junio de 2024
Año: 2023
Duración: 75 min.
País: Argentina, Uruguay
Dirección: Alejandro Maci
Guion: Alejandro Maci
Intérpretes: Soledad Silveyra, Carlos Perciavalle
Música: Mariano Loiacono
Productores: Pablo Echarri, Alfredo Caro, Luis Quevedo
Compañías productoras: Alternativa Films, Sinapsis Ideas, Eudeba
Género: Documental
Soledad Silveyra emprende un viaje al pasado. Un reencuentro pendiente en un sitio lleno de secretos compartidos. Transcurrieron demasiados años y los hijos artísticos de China no volvieron a
cruzarse. La muerte de la actriz marca el fin de una época en ese Paraíso, una morada de dioses que mezcló proyectos con descanso, y delirio y aventura. Paraíso de los sueños. China se instalaba
veranos enteros y la casa ardía. En la memoria de Soledad y Carlos Perciavalle resuena el jazz de sus invenciones, las aventuras argentinas, las giras en autos rotosos, las mentiras que se vuelven
verdades pero, sobre todo, la valentía de un ser irrepetible que se las ingenió para avanzar entre obstáculos, amenazas y proscripciones. Este relato es un apunte de época. El diario de una mujer
que contribuyó a una cambio en la mirada. Y abrió la puerta para las que vinieron después.
Diario del último viaje a China
Ha pasado el verano, Soledad acaba de arribar a Uruguay para hacer unas funciones de una pieza que está representando en el teatro Solís, atravesada por los recuerdos de China, esa mujer extraordinaria con quien pasó parte de su vida. Recién llegada, se encuentra con una sobrina de China a la que no ve hace años. Se abrazan con cariño y emprenden una caminata por la costa del mar hablando de ella. Desde la playa que bordea la ciudad, Montevideo se ve imponente y bella. El sol se cuela entre las nubes. Una brisa suave que proviene del mar les agita el cabello. La sobrina ha estado revisando materiales y dice haber encontrado algo para mostrarle. Soledad quiere pasar por la casa de los Zorrilla de Punta Carretas, que ahora es museo. Ha tenido un sueño con esa residencia y quiere aprovechar el viaje para visitarla. Ambas hacen el trayecto a pie desde la costa, Soledad recorre con la vista esa ciudad que se ha ido volviendo clásica, dotada de un halo de misterio que siempre la ha fascinado. No hay mucho tiempo, Soledad ha quedado en reencontrarse a Carlos Perciavale y debe partir temprano con su auto. Él casi no se mueve de su casa de Laguna del Sauce y la ha invitado a pasar la noche. Soledad consulta el reloj, su deseo se divide entre Montevideo y el reencuentro con Carlos, que la está esperando.
En la casa familiar, llegan al estudio de José Luis, ese sitio mágico en el que el escultor pasó parte de su vida. Lugar en el que se juntaba con China a matar el tiempo con charlas inspiradoras e interminables. Los largos pasillos, la visión de la costa en perspectiva por la que, acaban de caminar convocan a esa actriz que dejó marcas profundas, con esa especie de anecdotario enloquecido que sabía contar como nadie.
Revisando pertenencias, la sobrina ha encontrado una vieja caja con fotografías y ha apartado las imágenes de China con Soledad. Varias fotos ajadas dan cuenta viajes que han hecho a Montevideo, a Punta del Este, a las playas que se suceden en la ruta interbalnearia, por los bosques acuchillados, en el teatro Solís o el hotel Carrasco, por aquellos tiempos cerrado y misterioso. Soledad se emociona, ha viajado para hacer funciones de la obra que representa, pero en realidad -en su fuero íntimo- ha ido para recuperar su memoria, para dialogar con China en el recuerdo, a través del tiempo. En las imágenes, aparecen escorzos inolvidables, en tiempos de televisión cuando Soledad –Solita– tenía poco más de veinte años, en el teatro, con amigos, en la casa de Carlos en Laguna del Sauce, jóvenes, muertos de risa, rodeados de amigos. Soledad le pide prestadas las fotos un par de días así tiene ocasión de volver a verlas con Carlos. Al fin de cuentas, está allí para eso, para homenajearla en la memoria de los que la quisieron -y la quieren- profundamente.
El auto se desplaza por la ruta vacía. El sol, está oblicuo y los rayos se cuelan bañando el asiento donde depositó la caja de fotos. El camino es precioso, en cuanto desaparece la ciudad y sus edificaciones de cemento, una arboleda frondosa se desliza fugaz por las ventanillas del vehículo. Soledad va cubierta con lentes oscuros. Las elevaciones acuchilladas se hacen cada vez más visibles. El auto surca el camino que conduce a la península.
En una estación de servicio, un empleado la reconoce y la saluda. Ella sonríe y aprovecha la parada para revisar esa caja con imágenes del pasado. Un sinfín de recuerdos puebla su mente mientras retoma la marcha. Pone en le equipo un jazz lejano y cadencioso. Cuando el auto llega a la ruta 12 y se dispone a doblar hacia la izquierda, de pronto, cambia de parecer y sigue viaje en dirección a la península.
Soledad se ha detenido en el mirador de Punta Ballena. Completamente aislada del mundo contempla la belleza de la península desde la altura, el mar resplandece bajo el reflejo de los rayos del sol. Soledad sonríe para sí, ha estado tantas veces allí, disfrutando del azote del viento, de la energía del mar. Tal vez por la presencia del recuerdo, esa tarde todo parece más bello, más impactante, ha dejado abiertas las puertas del auto para que se filtre, mezclado con el zumbido de las ráfagas, ese jazz que ha elegido para acompañar el viaje. Al cabo de unos momentos, emprende nuevamente la marcha.
El vehículo de Soledad se interna entre los árboles que bordean la ruta. El sol se va dulcificando con el paso de las horas, recortando el follaje de los bosques contra un azul pronunciado. Cuando, desde el interior de una casa muy blanca, oye que el motor del coche se detiene junto a la entrada, Carlos sale a recibirla. El reencuentro es festivo, se ríen, se abrazan. Soledad está ansiosa por recorrer ese jardín que no ve hace años. Todo está igual y diferente. La fuente coronada por la escultura del padre de China está vacía y algo percudida. Carlos le cuenta que casi no tiene energías para ocuparse de un predio inmenso y siempre demandante. Camina con dificultad, pero el entusiasmo de tener a Soledad redobla sus energías. Van hasta la costa de la laguna, enorme, la superficie del agua brilla a la luz del sol. Tantos veranos transcurridos en ese sitio, tantas tardes en conversaciones apasionadas con China, con amigos, tomando tragos, fantaseando con proyectos irrealizables. Soledad revela que tiene algo para mostrarle. Entran a la casa aprovechando que el atardecer violáceo comienza a insinuarse. La casa se recorta en un cielo intenso y transparente. Nubes rojizas coronan el atardecer.
Durante una noche muy larga, con el hogar de leña encendido y una botella de buen vino, Soledad y Carlos se superponen al hablar, ríen a carcajadas, el entusiasmo y viejos cuentos los dejan sin respiro. Con paso vacilante, él va y viene de la cocina trayendo quesos, pan suculento, fiambres diversos. Ella muestra las fotos. La noche va pasando entre relatos interminables y fotos viejas que convocan a la amiga, esa especie de madre compartida, musa inspiradora que los guió tantas veces y aún hoy, a años de su muerte, parece seguir haciéndolo. El reencuentro da lugar a la inclusión de imágenes de China en diferentes momentos, se intercalan filmaciones familiares, entrevistas radiales, televisivas, que bendicen el reencuentro. China se hace presente, tan presente como tantas noches interminables compartidas en esa casa, cuando eran muy jóvenes y los cuentos de esa amiga genial los hechizaban, en ese jardín, de cipreses oscilantes y costa infinita, bajo la luz de la luna.