En un barrio cualquiera, dos amigos de toda la vida conversan al caer la tarde. Entre mates, silencios y recuerdos, descubren que la vida —como el teatro— se ensaya sin libreto y se vive sin aplausos. Una mirada filosófica y entrañable sobre la existencia cotidiana uruguaya, donde lo simple se vuelve extraordinario.
EL TELÓN DEL BARRIO…PASO A CONTAR
– Yo a los muchachos los conozco de años. Bueno, quién no se conoce en este barrio. Pero a estos, por favor… En los veranos arman murgas y salen en carnaval, en otoño se ponen con procesiones y recreaciones y hacen la señal de la cruz a cada rato. En invierno hacen obras de teatro, en la primavera la fiesta del color y la alegría, música, fumata y vasos llenos. Después vuelve a girar la noria y hacen de nuevo todo lo que te conté, ¿me entendés?
—¿Y qué hay de nuevo en eso?
—Podrás creer que vinieron a verme porque dicen que quieren hacer una obra de teatro con mi vida. Dicen que primero la prueban en carnaval, luego en un escenario serio, y si da resultado, hacen un libro y una película…
—¿Y qué les respondiste vos?
—Que con una canción me conformaba.
—¿Te parece?
—Y sí. Ya sé que tengo varios años encima, que he andado muchos caminos y abierto muchas veredas. No he navegado en cien mares ni atracado en cien riberas, pero algunos ríos y arroyos tengo encima, en eso de llevarme la vida por delante. Yo qué sé. Desde que me conozco trabajo, y en los charcos del camino, mi experiencia, como dice el tango, cuenta. Sobre hechos salientes, anduve en amores, no te voy a decir que no, recité unos poemas, hice cuentos como todo el mundo, y he sacado la quiniela más de una vez. No es mucho, pero para empezar, es algo…
—Ya me veo a los muchachos representándote jugando a la tómbola o mirando un pizarrón con una boleta del 5 de oro.
—Y bueno, qué querés, hoy en día toda historia sirve. Ya de los grandes héroes nadie se las cree…
—Eso sí.

—Fui sincero con ellos. Si les cuento mi vida y la representan, es un fracaso artístico de primera, porque nunca pasé de las comidas de olla, los asados con los amigos, las copas compartidas, algún baile, alguna serenata, y esas cosas que hace toda la gente, como enamorarse y estar con alguna mujer. Eso sí, les dije que no inventen: nunca tuve una historia de pan con pan. Las que conozco de lejos, que las cuenten otros, los que las vivieron. Yo soy de lo simple, lo sencillo y todo lo conservador que puede ser uno que no tiene nada… que lo que tuvo alguna vez se quedó en el camino.
—Bueno, pero tenés que contarles algo emotivo, algo que vibre, que respire vida pura. Algo que emocione, que haga reír o llorar. No les cuentes de las facturas del mes ni de las cuentas que pagás para comer cada día…
—Sí, eso es cierto. Pero soy como el pescador que tira el anzuelo encarnado, por si pesca, aunque no sabe nada del río, de lo que pasa bajo el agua, de lo que sienten los peces, ni de por qué tienen necesidad de un anzuelo con lombrices cuando tienen tanta riqueza en el lecho del río…
—Mirá, vos lo decís así y parece una filosofía de vida —le respondió el otro, encendiendo el mate con la bombilla ya gastada, esa que usaba desde que se jubiló del taller—. Pero en el fondo, todos vivimos tirando el anzuelo, ¿no? Algunos con más suerte, otros esperando toda la vida que pique algo, aunque sea un Bicudo, un bagre o una vieja del agua y que para nada desprecia un dorado, ni fritar mojarras.
—Y bueno, la vida es eso, una espera con fe. Pero si te ponés a pensar, tampoco está tan mal. Mirá que uno ha visto pasar de todo, gobiernos, modas, hasta los precios del asado que ya parecen una película de terror. Pero nosotros seguimos acá, bancando el mate, el truco y la charla.
—Eso sí, la charla no se negocia. A veces pienso que si los uruguayos cobráramos por conversar, seríamos potencia mundial.
—Ni lo digas, si hasta el perro del vecino se mete en la conversación.
Ambos rieron. Era una de esas risas lentas, de garganta, que salen sin esfuerzo. El sol caía detrás de los techos bajos del barrio y el aire olía a leña y pan casero.
—Igual, mirá que no deja de ser raro que alguien quiera hacer teatro con tu vida —continuó el del mate, más serio ahora—. ¿No te da un poco de cosa?
—Y sí, un poco de pudor da. Pero también me da curiosidad. Capaz que descubro cosas mías que no sabía. Viste cómo son los artistas, te inventan sentimientos que uno nunca tuvo, y al final terminás creyendo que sí los tuviste.
—Como cuando uno escucha un tango viejo y siente nostalgia de algo que ni vivió.
—Exactamente. Pero a mí me da ternura, más que otra cosa. Que alguien vea en uno una historia digna de contar, aunque sea de lo más simple.
—Porque lo simple también enseña.
—Claro, y lo cotidiano tiene una sabiduría que no está en los libros. Mirá, yo aprendí más en las sobremesas con los amigos que en todos los manuales de autoayuda juntos. Ahí se habla de todo, de fútbol, de política, del clima, de los hijos… y sin querer, uno va entendiendo la vida.
—El otro día, por ejemplo, discutíamos con el “Negro” sobre si la felicidad existe o es apenas un recreo entre dos problemas.
—¿Y vos qué dijiste?
—Que existe, pero hay que tener el oído afinado para reconocerla. A veces está en el primer mate del día, o en el silencio después del truco.
—O en ver que los gurises sigan cantando en carnaval, aunque sea desafinados. Porque ahí está todo, ¿sabés? La alegría, la espera, el amor, el cansancio… todo eso que uno va dejando atrás sin darse cuenta.
Hubo un silencio breve, de esos que no incomodan. Un perro ladró a lo lejos, y el rumor del barrio se volvió manso, como si también escuchara.
—Entonces, ¿vas a aceptar lo de la obra?
—Sí, claro que sí. Que hagan con mi historia lo que quieran. Total, yo ya la viví. Que la disfracen de tragedia o de comedia, poco importa. Lo lindo es que, por un rato, alguien va a mirar la vida de un tipo común como si fuera algo extraordinario.
—Y lo es, hermano. Lo es.
La noche fue cayendo sin pedir permiso. Primero se encendieron las luces de la esquina, después las de las casas, y por último, las estrellas, que siempre llegan tarde pero llegan. El aire tenía ese olor a pan caliente y a humo de parrilla que solo un barrio uruguayo sabe fabricar.
Los dos amigos seguían sentados, ya sin mate, pero sin ganas de levantarse. La charla había bajado el tono, como una orquesta que se despide sin apuro.
—Viste, capaz que la vida es eso, un escenario improvisado, donde todos actuamos sin saber el libreto.
—Sí… y lo aprendemos sobre la marcha, a los tropezones, repitiendo escenas, olvidando los parlamentos.
—Y cuando finalmente lo aprendemos, baja el telón.
—Pero con aplauso o sin aplauso, hay que salir igual. Lo importante es no irse antes de tiempo.
—Exacto. Y dejar el escenario con dignidad, aunque sea barrido, con la escoba en la mano.
Se rieron los dos, esa risa serena que sale cuando ya no hay urgencias.
—Mirá, si te soy sincero, a veces me da miedo que me olviden. Pero después pienso que a nadie lo olvidan del todo mientras haya alguien que lo recuerde, aunque sea para reírse un rato en una mesa.
—Ahí está el truco. Nadie se va del todo. Siempre queda una palabra, una historia, un gesto. Como cuando alguien dice “¿te acordás del loco aquel que hablaba de los anzuelos?”.
—Ja, ese loco seré yo entonces.
—Y un buen personaje además. De esos que no hacen ruido, pero dejan eco.
El silencio volvió, esta vez más largo, más blando. El viento traía un murmullo de cumbia desde la canchita del fondo. Alguien festejaba un cumpleaños, o tal vez solo el hecho de seguir vivo.
—¿Sabés qué, hermano? Si alguna vez estrenan esa obra, yo quiero estar ahí, en la platea, en la última fila. Quiero ver cómo te reinventan, cómo te vuelven ficción sin perderte del todo.
—Y si me cambian el final, mejor. Capaz que en el teatro me va mejor que en la vida.
—Capaz que sí. Pero no te hagas ilusiones… el teatro también es como la vida: se apaga la luz, suena un aplauso y después hay que salir al frío.
El otro sonrió, con esa sonrisa de los que entendieron todo sin leer el libreto.
—Igual, mientras haya alguien que escuche, mientras haya dos que conversen, la función sigue.
—Y siempre habrá dos —dijo el amigo—, en una vereda, en un boliche, o en un banco de plaza, arreglando el mundo con un mate lavado.
Se estrecharon las manos. No dijeron más nada.
El primero se quedó mirando cómo se alejaba su amigo, la silueta recortada bajo las luces amarillas del barrio. Pensó en los muchachos, en la obra, en la idea de verse representado. Pero al final, lo dejó pasar. La noche estaba demasiado linda para pensar en el futuro.
Encendió un cigarro y se quedó mirando el humo perderse en el aire, como si fuera una escena que no quisiera terminar.
—Capaz que la vida, después de todo —murmuró—, no es más que un largo ensayo general.
Y ahí nomás, entre el silencio del barrio y la sombra de los paraísos, sintió que el telón bajaba despacio, sin ruido, como una bendición.









