En la fiesta de la Santa Navidad hay varias nociones que se superponen. El nacimiento del Niño Dios nos permite ver con claridad el hecho de la Encarnación. Es la segunda Persona de la Santísima Trinidad que asume naturaleza humana y se hace carne por amor a nosotros.
Es el principio de la existencia terrenal de Nuestro Señor. Principio refulgente de claridades, que encierra una degustación anticipada de los episodios admirables de su vida pública y privada. En lo alto de esta perspectiva está la Cruz; pero en las alegrías navideñas apenas se ve lo que hay de sombrío en esto. Vemos caer en cascada sobre nosotros la Redención.
La Navidad es así el preanuncio de nuestra liberación, la señal de que las puertas del Cielo van a abrirse nuevamente, la gracia de Dios va a difundirse sobre los hombres y la tierra y el Cielo constituirán otra vez una sola sociedad bajo el cetro de un Dios Padre y ya no apenas Juez.
Si analizamos detenidamente cada una de estas razones de alegría comprenderemos lo que es el júbilo de la Navidad, este gozo cristiano ungido de paz y caridad que hace que por unos días todos los hombres se sientan penetrados de un sentimiento raro en este triste siglo XX: la alegría de la virtud.
La primera impresión que nos viene del hecho de la Encarnación es la idea de un Dios sensiblemente presente, muy junto a nosotros. Antes de la Encarnación Dios era, para nuestra sensibilidad, lo que sería para un hijo un padre inmensamente bueno viviendo en tierras distantes. De todas partes recibíamos los testimonios de su bondad.
Pero no teníamos la ventura de haber sentido personalmente sus suavidades, su mirada divinamente profunda posándose sobre nosotros, gravemente comprensivo, noblemente afectuoso. No conocíamos la inflexión de su voz.
La Encarnación significa para nosotros el gozo de este primer encuentro, la alegría de la primera mirada, el crecimiento cariñoso de la primera sonrisa, la sorpresa y el aliento de los primeros instantes de intimidad. Por eso, en Navidad, todos los afectos se vuelven más expansivos, las amistades más generosas, la bondad más presente en el mundo.
En la alegría navideña hay una gran nota de solemnidad. El hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana en la más íntima y profunda de las uniones que existe en la creación.
Si de parte de Dios vemos la manifestación de una casi incalculable condescendencia, recíprocamente, en lo que se refiere a los hombres, hay una casi inexpresable promoción. Nuestra naturaleza fue promovida a un honor que jamás podríamos haber imaginado. Nuestra dignidad se acrecentó. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.
Por esta causa hay algo de discreto y familiarmente solemne en las fiestas navideñas. Los hogares se decoran como para los días más importantes, cada uno viste sus mejores galas, la gentileza de todos se hace más quintaesenciada. Comprendemos, a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza y por la gracia, hermanos de Jesucristo.
En la alegría de la Navidad hay también algo del júbilo del prisionero indultado, del enfermo curado. Júbilo constituido de sorpresa, bienestar y gratitud.
Nada hay que pueda expresar la tristeza manifiesta del mundo antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante él llevaban igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que murió suicidándose.
Otra consistía en luchar contra él. Fue la de Catón, que, después de la derrota de Tarsos, aplastado por la borra del imperio, puso fin a su vida exclamando: “¡Virtud, no eres más que una palabra!” La desesperación era, pues, el final de todos los caminos.
Jesucristo vino a mostrarnos que la gracia nos abre avenidas de virtud, que hace posible en la tierra la verdadera alegría, que no nace de los excesos y desórdenes del pecado sino del equilibrio, de los rigores, de la bienaventuranza, de la ascesis. La Navidad nos hace sentir la alegría de una virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un ante-gozo de la bienaventuranza del Cielo.
No hay Navidad sin Ángeles. Nos sentimos unidos a ellos y partícipes de aquella alegría eterna que los inunda. Nuestros cánticos tratan de imitar en este día los de ellos. Vemos el Cielo abierto ante nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural en que las alegrías trascienden todo cuanto el corazón humano puede pensar.
Es que sabemos que con ella comienza la derrota del pecado y de la muerte. Que constituye el comienzo de un camino que nos llevará a la Resurrección y al Cielo. Cantamos en Navidad la alegría de la inocencia redimida, de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías que es la eterna contemplación de Dios.
Y es por eso que, cuando las campanas anuncien a la Cristiandad la Santa Navidad, habrá una vez más alegría santa sobre la tierra.
por el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira
Publicado originalmente en “Catolicismo” Nº 12, Diciembre de 1951.
Fuente: Sociedad Uruguaya de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad – TFP