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viernes, noviembre 28, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

Una reflexión sobre cómo el debilitamiento de la familia marca el declive de la sociedad uruguaya.

El País que dejó de nacer

El país más envejecido de América Latina está dejando de nacer. Entre el aborto, la eutanasia y el asistencialismo, Uruguay ha comenzado a disolver los vínculos que sostienen la vida. La familia, última frontera de libertad, está en peligro.

“Una nación no muere cuando pierde una guerra, sino cuando deja de creer en la familia que la sostiene.”

En tiempos donde la palabra “progreso” se pronuncia con fe casi religiosa, conviene detenerse y preguntar: ¿qué queda de una sociedad que deja de creer en la familia? No hablo de la familia abstracta de los discursos, sino de esa red real de afectos, sacrificio y amor que sostiene la vida cuando el mundo tambalea.

Lo que está en juego en Uruguay no es una diferencia política. Es un cambio civilizatorio. Un país que envejece, que se vacía de hijos, de fe y de esperanza. Un país donde la vida se relativiza y la libertad se convierte en un eslogan hueco.

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El aborto: la primera grieta en la cultura de la vida

Desde la legalización del aborto en 2012, más de 120.000 uruguayos no llegaron a nacer. Ciento veinte mil historias que jamás comenzaron. Se nos dijo que era un acto de libertad, un “derecho a decidir”. Pero, ¿qué libertad puede existir cuando se elimina al más indefenso?

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El Estado uruguayo transformó el aborto en un trámite rápido y asistido, pero no acompañó a las madres que dudan ni ofreció alternativas reales a la vida. Detrás del discurso de derechos se esconde una maquinaria de abandono: equipos que persuaden, protocolos que facilitan, y un Estado que se desentiende del dolor posterior.

No hay campañas que promuevan la maternidad, ni apoyo concreto a las madres vulnerables. El mensaje es claro: si dudás, abortá. Y cuando un país normaliza la eliminación de sus hijos, comienza a perder su alma. Pierde no solo población: pierde esperanza.

La eutanasia: la última puerta del desencanto

El aborto abrió la primera grieta; la eutanasia amenaza con sellar la última. En nombre de la compasión, Uruguay se convirtió en pionero en legalizar la muerte asistida. Pero detrás de ese gesto “humanitario” se esconde una rendición moral: la renuncia a cuidar.

Cuando el Estado ofrece la muerte como alternativa más fácil que el acompañamiento, deja de proteger la vida y comienza a administrarla. Los ancianos pasan a ser “cargas”, los enfermos terminales, “problemas”. El mensaje es tan sutil como devastador: morir es más digno que depender.

Así se destruye el último lazo que une a la familia: el del cuidado. Donde antes había un hijo que velaba a su madre, ahora hay un formulario; donde había ternura, hay trámite; donde había amor, hay gestión. La eutanasia institucionaliza la soledad y convierte la compasión en omisión.

Una sociedad que aborta a sus hijos y eutaniza a sus padres ha cerrado el círculo del desencanto. Ya no cree ni en el futuro ni en la gratitud hacia su pasado. Es una nación que se borra a sí misma, generación tras generación.

Del asistencialismo al Estado sustituto

Mientras tanto, el asistencialismo corroe el núcleo familiar bajo la apariencia de solidaridad. Muchos planes sociales penalizan el matrimonio o el reconocimiento paterno. Si una pareja se une, pierde beneficios. Si un padre asume su responsabilidad, el hogar deja de recibir ayuda. El sistema premia la fragmentación y castiga el compromiso.

El Estado, en lugar de empoderar, sustituye. Sustituye al padre con subsidios, a la madre con guarderías, a la comunidad con burocracia. Y así, convierte a los ciudadanos en dependientes, en menores perpetuos. Una familia que depende del Estado deja de ser libre; y una sociedad sin familias libres se vuelve esclava del poder político.

La ideología de género: disolución de las raíces

En nombre de la inclusión y la igualdad, el Estado y la cultura oficial promueven una ideología que disuelve la identidad y erosiona los vínculos. La familia natural es caricaturizada, la maternidad es vista como opresión, la masculinidad como sospecha.

Desde la escuela se enseña que todo puede redefinirse: el sexo, la familia, la historia. Todo, menos la responsabilidad. Los niños aprenden que pueden ser lo que quieran, salvo hijos o padres comprometidos. Así, se fabrica una generación sin raíces, sin herencia, sin propósito.

Una sociedad sin vínculos reales no es más libre: es más frágil. Ciudadanos sin familia son individuos manipulables, perfectos para obedecer.

Las cifras del declive

En 2023 hubo 31.281 nacimientos: el número más bajo en más de un siglo. La tasa de fecundidad cayó a 1,27 hijos por mujer, muy por debajo del nivel de reemplazo. En 2024, los matrimonios descendieron un 14 %. Por primera vez, mueren más uruguayos de los que nacen. Y mientras tanto, los jóvenes se van.

Uruguay envejece, se vacía, se entristece. Una pirámide poblacional invertida no puede sostener la libertad ni la prosperidad. Cada cuna vacía es una advertencia silenciosa.

La raíz del problema: un país que dejó de creer

La crisis demográfica no es sólo un dato estadístico: es una crisis moral. Un país que deja de traer hijos y que ofrece la muerte como salida pierde su brújula espiritual. La baja natalidad y la expansión de la eutanasia no son fenómenos separados: son dos caras del mismo cansancio. Un cansancio que se disfraza de progreso.

Los barrios se apagan, las escuelas se achican, los cementerios crecen. Detrás de cada cifra hay una historia de miedo, de desconfianza, de soledad. Uruguay sufre no por exceso de pobreza, sino por falta de fe en la vida.

Reconstruir desde la libertad

Pero aún hay tiempo. Nada de esto es inevitable. El camino de reconstrucción empieza donde todo comenzó: en la familia. El liberalismo auténtico no es neutral ante la vida. Defiende la libertad porque cree en la dignidad humana. Y no hay acto más digno que el de quien ama, da vida, cuida y acompaña.

Defender la familia no es conservadurismo: es resistencia cultural. Necesitamos políticas que premien la responsabilidad, alivien la carga fiscal de los hogares, faciliten el acceso a la vivienda y protejan la vida en todas sus etapas, desde el primer latido hasta el último suspiro.

No necesitamos un Estado más grande, sino familias más fuertes. No necesitamos más eslóganes, sino más cunas, más abrazos y más esperanza.

Porque la verdadera rebeldía, hoy, es creer en la vida. La verdadera revolución es cuidar. Y el acto más político y valiente que un uruguayo puede hacer es traer un hijo al mundo y enseñarle a ser libre.

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