“No hay nada más peligroso que un gobierno que se cree dueño de las decisiones del individuo.”
Ludwig von Mises

El Gobierno uruguayo, a través de la Dirección Nacional de Aduana, acaba de anunciar una nueva medida para el despacho de paquetes provenientes del exterior, en particular aquellos que llegan con datos incompletos, impulsada por el llamado «efecto Temu», que generó un aumento explosivo en las compras internacionales. En apariencia, se presenta como una mejora administrativa para agilizar trámites. Pero en el fondo, esta disposición es solo otro capítulo del viejo reflejo estatista: controlar, restringir, frenar la libertad de las personas bajo el pretexto de proteger a ciertos sectores de la economía local.
Cuando el ciudadano compra, elige con libertad
Lo que está ocurriendo no es un problema, sino un síntoma de algo muy sano: los uruguayos están tomando decisiones racionales, buscando mejores precios y mayor calidad. Están usando plataformas como Temu porque consiguen productos por una fracción del costo local. Y eso tiene consecuencias reales: un ahorro que puede destinarse a mejorar la vida de una familia, pagar una consulta médica, invertir en educación o simplemente aliviar la economía doméstica.
Pero lejos de verlo como una señal de dinamismo del mercado, el Estado reacciona con recelo: más control, más trabas, más procedimientos. En lugar de facilitar que las personas accedan a mejores opciones, responde con medidas que ralentizan o encarecen el acceso al consumo libre.
El proteccionismo empobrece
El argumento siempre es el mismo: proteger la industria nacional. Pero en la práctica, lo que se protege no es la industria, sino ciertos intereses empresariales y políticos acomodados, incapaces de competir en un mercado libre. Y al hacerlo, se castiga al consumidor, especialmente al más pobre.
Porque estas medidas nunca afectan al que viaja a Miami a hacer shopping. Afectan a la madre que compra útiles escolares más baratos, al jubilado que encarga una herramienta online, al joven que importa repuestos para emprender. Ese es el verdadero daño: restringir la libertad de los más vulnerables en nombre de un nacionalismo económico que ya no se sostiene.
Cuando el Gobierno pone trabas a la compra en el exterior, cualquier sea, no está castigando a grandes evasores ni a mafias de importación. Está golpeando directamente a los más pobres. A quienes buscan una funda de celular a $100 menos, un abrigo infantil a mitad de precio o útiles escolares más baratos. Y por esa vía, se termina castigando el esfuerzo y la iniciativa individual.
No hay que olvidarlo: cuando se compra en el exterior, también se generan ingresos y valor. Cada producto importado representa trabajo y creatividad de otra persona, en otro país, que compite sanamente ofreciendo calidad y precio. Además, esos bienes pueden ser reutilizados, revendidos o convertirse en pequeños emprendimientos familiares. Frenar eso, por proteccionismo, es destruir oportunidades antes de que nazcan.
En lugar de competir, el Estado castiga
La verdadera solución no es impedir que la gente compre afuera. Es lograr que comprar adentro valga la pena. Y eso solo se logra si el Estado se corrige a sí mismo:
- Bajando impuestos a comerciantes y consumidores.
- Reduciendo el gasto público para permitir precios más competitivos.
- Simplificando trámites, eliminando barreras y modernizando la logística.
Pero eso no ocurre. Porque implica renunciar al poder, y el estatismo no sabe hacer otra cosa que crecer, regular y meterse donde no lo llaman.
La gran incoherencia del discurso estatista
Y aquí aparece una contradicción que debería incomodar a todos. El mismo Estado que declara como derecho indiscutible la posibilidad de terminar con una vida en gestación, es el que ahora te impide comprar un buzo, un juguete o un par de zapatillas a mejor precio. ¿Cómo se justifica esa escala de valores?
Parece que la libertad individual solo vale cuando sirve a ciertas causas ideológicas, pero no cuando afecta los intereses económicos protegidos del statu quo. Una libertad auténtica no puede ser selectiva. Esta es la gran contradicción del discurso estatista: invoca los derechos cuando le conviene, pero desconfía de la libertad cuando es real, concreta, cotidiana. La libertad no puede ser selectiva. O es para todos, y en todos los ámbitos, o simplemente no es.
En defensa del ciudadano libre
Cada paquete que llega del exterior es una pequeña expresión de soberanía individual. Una elección libre. Un acto legítimo. El rol del Estado no debería ser obstaculizar eso, sino garantizar que cada ciudadano pueda prosperar sin ser castigado por elegir mejor.
Porque cuando se frena la competencia, se frena la innovación. Cuando se restringe el comercio, se empobrece al pueblo. Y cuando se decide por el otro, se lo infantiliza.
El verdadero progreso no nace de cerrar las fronteras, sino de abrir los caminos para que cada persona pueda elegir, crecer y vivir con dignidad.