Bastaron unos metros de cable de fibra óptica para que buena parte de Salto se quedara, literalmente, sin palabras. El robo de fibra óptica ocurrido en la madrugada a las las 3 y duro hasta las 14:30— dejó a la zona oeste y los accesos de la ciudad sin internet, sin telefonía fija y con una LTE/5G, todo fuera de servicio. Once horas y media de apagón digital que fueron un recordatorio brutal de algo que preferimos ignorar; nuestra vida digital pende de un hilo. O mejor dicho, de varios hilos de vidrio enterrados que cualquiera con las herramientas adecuadas y nulas intenciones puede cortar.
Lo irónico del asunto es que esos cables representan lo más moderno en conectividad —fibra hasta el hogar, la promesa de velocidad y estabilidad— pero resultan tan vulnerables como cualquier otro cable ante la ambición de quien busca unos pesos vendiendo cobre o materiales. Y cuando caen, se llevan todo: no solo el Netflix y las redes sociales, sino la telefonía, las comunicaciones móviles, la conexión completa.
Lo primero que se sintió fue el silencio. Ese silencio raro, incómodo, de cuando el celular no tiene señal y la computadora no carga nada. Las empresas de la zona oeste —donde se concentran varios polos logísticos y comerciales— fueron las primeras en experimentar el pánico: sistemas de punto de venta inoperantes, correos sin enviar, videollamadas que nunca arrancaron, operaciones comerciales congeladas .
Para muchos negocios que han digitalizado casi todo —desde la facturación hasta el control de stock— quedarse sin conexión casi medio día es quedarse sin negocio. Y cuando hablamos de polos logísticos, el impacto se multiplica: despachos demorados, comunicación con proveedores cortada, gestión de inventario paralizados, justo en una época de zafra.
Y acá viene la pregunta incómoda: ¿cuántas empresas tienen un plan B para cuando todo se cae? Pocos, muy pocos. Porque pensamos en la conectividad como pensamos en el agua potable o la electricidad: algo que simplemente está, que no falla, que no necesita respaldo. Hasta que falla. Los planes de contingencia suenan a gasto innecesario hasta el día que la oficina entera se queda mirando una pantalla sin conexión y nadie sabe qué hacer. Tener un segundo proveedor, un sistema de respaldo, aunque sea un modem 4G de emergencia, parece un gasto superfluo hasta que llega ese momento en que no podés cobrar ni con tarjeta.
Pero más allá del mundo empresarial, el apagón digital reveló algo más interesante: nuestra adicción colectiva al chupete digital. Sin wifi, sin redes sociales, sin mensajitos que llegan cada dos minutos, los salteños de la zona oeste se encontraron en una situación curiosamente retro. Como viajeros del tiempo devueltos a los noventa, cuando estar incomunicado unas horas no era el fin del mundo sino simplemente… la vida.
Y acá está la paradoja: mientras las empresas sufrían pérdidas reales y concretas, muchas personas descubrieron —aunque no lo admitan públicamente— que desconectarse unas horas no estaba tan mal. Sin notificaciones que interrumpan, sin la ansiedad de responder de inmediato, sin el scroll infinito que devora el tiempo como agujero negro. Hubo quien levantó la vista y recordó que existe gente alrededor, conversaciones cara a cara, esa cosa rara de aburrirse sin tener el celular como salvavidas instantáneo.
Claro que esto no minimiza el problema. Un robo de cables es un síntoma de otras fragilidades: la inseguridad, la precariedad de la infraestructura, la falta de protección de servicios críticos que sostienen buena parte de nuestra economía y comunicación. Y el costo económico es real: horas de productividad perdidas, negocios frenados, trabajadores remotos sin poder trabajar, vendedores sin poder vender.
Pero quizás este apagón involuntario nos deje una lección doble: estamos demasiado conectados y demasiado frágiles. Demasiado dependientes de una red que puede caerse por razones tan banales como un cable robado. Las empresas deberían pensar en contingencias porque estos incidentes, aunque raros, cuestan caro cuando suceden. Y las personas, tal vez, podríamos preguntarnos si no nos vendría bien desconectarnos más seguido, aunque sea voluntariamente, antes de que otro ladrón de cables nos obligue a recordar cómo era la vida sin wifi.
Al final, cuando volvió la conexión, se respiró el alivio y volvimos a enchufarnos a la Matrix. Pero por unas horas, fuimos un poco más humanos y un poco menos dispositivos.









