En política, hay decisiones que no se toman para sumar aplausos, sino para cumplir con la responsabilidad que otorga el voto popular. La reciente resolución de la Intendencia de Salto, creando una Comisión Especial para respaldar y orientar la gestión comunitaria, es un ejemplo de coraje político. En tiempos donde ciertos sectores sindicales parecen olvidar que los gobiernos son electos por la ciudadanía —no por asambleas corporativas—, es sano y necesario que una administración marque límites claros.
Defender los derechos de los trabajadores es legítimo, incluso imprescindible, pero cuando ese reclamo se convierte en un privilegio que busca torcer el rumbo de un gobierno elegido democráticamente, se cruza una línea peligrosa. No se puede permitir que un grupo reducido condicione la gobernabilidad, mucho menos que anteponga su interés particular al bienestar general.
La valentía no está en evitar el conflicto, sino en afrontarlo con la certeza de que el bien común debe prevalecer. La Comisión Especial no es una amenaza, sino una herramienta para canalizar esfuerzos y asegurar que la participación ciudadana —no solo la sindical— tenga voz. Porque el poder real no lo otorgan los gritos en una asamblea, sino el voto silencioso de miles que confiaron en un proyecto para su departamento.