Cuando la soberbia se instala en el corazón del poder, se pierde el sentido más profundo de la política: servir. En tiempos donde se reclama cercanía, humildad y coherencia, asistimos con preocupación a un fenómeno tan viejo como dañino: dirigentes y aspirantes que se olvidan del pueblo, atrapados en sus propios egos, alejados de la realidad y obsesionados con su proyección personal.
La política, entendida como herramienta de transformación, exige sacrificio, empatía y escucha activa. Pero lo que estamos viendo —en todos los niveles— es otra cosa. Algunos gobernantes han confundido autoridad con poder absoluto. Otros, que todavía aspiran a llegar, se comportan como si ya no tuvieran nada que aprender. Ambos extremos reflejan la misma falla de origen: falta de autocrítica.
La autocrítica no es debilidad. Es un ejercicio de honestidad. Es reconocer que no siempre se acierta, que muchas veces se falla, y que solo quien se detiene a revisar sus pasos puede crecer como dirigente y como ser humano. Sin autocrítica, no hay profesionalización posible. Y sin profesionalización, la política se degrada hasta volverse un espectáculo de vanidades.
Los pueblos no necesitan mesías, necesitan servidores. Porque el político no es un patrón, ni un iluminado. Es un ciudadano que, circunstancialmente, representa a otros. Su deber es actuar con responsabilidad, con humildad y con un sentido claro del “nosotros”. Cuando eso se olvida, cuando se anteponen los intereses personales a los del bien común, se rompe el contrato ético con la ciudadanía.
Urge volver a mirar a la gente. Escuchar sin filtros. Reconocer errores. Pedir disculpas cuando es necesario. Y por sobre todo, recordar que en política no hay conquistas definitivas: lo que no se cuida, se pierde. Y lo que se maneja con soberbia, termina desmoronándose.
El pueblo no necesita políticos perfectos. Necesita políticos conscientes. De su rol, de sus límites y de su obligación moral de estar al servicio. Sin eso, todo lo demás —discursos, promesas, estrategias— es solo humo.