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sábado, noviembre 29, 2025
Columnas De Opinión
Dr. Ignacio Supparo
Dr. Ignacio Supparo
Ignacio Supparo Teixeira nace en Salto, URUGUAY, en 1979. Se graduó en la carrera de Ciencias Sociales y Derecho (abogado) en el año 2005 en la Universidad de la República. Sus experiencias personales y profesionales han influido profundamente en su obra, y esto se refleja en el análisis crítico de las cuestiones diarias, con un enfoque particular en el Estado y en el sistema político en general, como forma de tener una mejor sociedad.

Un análisis crítico sobre cómo ciertas normas buscan sustituir la realidad biológica por percepciones subjetivas, generando tensiones jurídicas, sociales y culturales.

Cuando la Ley pretende rehacer el cuerpo

 “El mayor error del legislador moderno es creer que puede decretar la realidad, como si sus leyes tuvieran el poder de modificar y sustituir a la naturaleza y la verdad”

Legisladores que juegan a ser Dios

Nuestros legisladores han caído en la tentación del positivismo más ingenuo: creer que sus leyes pueden fabricar la realidad. Actúan como si el papel tuviera el poder de alterar la naturaleza humana, como si la firma de un decreto en una poltrona de una oficina burocrática pudiera tener la fuerza de reescribir la biología, el lenguaje, el cuerpo y la historia. 

El legislador, convertido en un arrogante profeta laico, cree que su voluntad basta para modificar lo que es. Supone que basta un artículo legal para abolir la diferencia biológica entre los sexos, para invertir el significado de las palabras o para forzar a la sociedad entera a nombrar lo que no es.

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Pero la ley positiva emanada de falibles hombres no es Dios. No puede abolir la naturaleza humana. No puede distorsionar la biología ni posicionarse contra la ciencia, sin provocar consecuencias.

La Ley Trans (19.684) es precisamente uno de esos casos emblemáticos: una ley metafísica, redactada como si el derecho pudiera flotar en el aire, desligado del cuerpo, de la ciencia, de la experiencia y de la historia. Es una norma sin sustento en la naturaleza, ni en la biología, ni en la lógica jurídica. Un artefacto normativo incoherente, un experimento social impuesto desde arriba, una ingeniería simbólica que desconoce lo real.

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El punto neurálgico es este: elevar el sentimiento al rango de categoría jurídica.

Convertir una vivencia íntima, legítima en el terreno personal, en un criterio que obliga a la sociedad a modificar su lenguaje, sus clasificaciones y sus instituciones. El derecho deja de basarse en lo verificable para asentarse en lo declarativo. Ya no importa lo que el cuerpo es, sino lo que la mente dice ser. 

Si el sentimiento se asocia con la identidad sexual entonces todo el ordenamiento jurídico pende de un hilo. Si la condición de “mujer” ya no tiene vínculo alguno con la realidad biológica, las normas jurídicas que se dictan en base al sexo biológico pierden todo su sentido. Se desdibujan y, con ello, la razón misma de la norma.

El resultado de este diseño legal no es igualdad, sino lo que podríamos llamar una discriminación positiva invertida: el derecho termina privilegiando a quienes se adscriben a una categoría jurídica determinada, en detrimento del resto de la ciudadanía, que queda excluida de esos beneficios. Se generan así prestaciones, cupos y prerrogativas reservadas para un grupo mínimo de la población, pero que —justamente por su carácter ventajoso— pronto se volverán objeto de uso estratégico.

No porque exista en todos los casos una vivencia profunda de identidad, sino porque el sistema ofrece incentivos para que la autopercepción sea utilizada como llave de acceso a derechos que no estaban destinados para ese propósito. Y dado que el criterio habilitante es subjetivo —el sentimiento, la vivencia interna, lo psíquico—, la ley carece de mecanismos objetivos para evaluar o limitar estas solicitudes.

En otras palabras:

Hecha la ley, hecha la consecuencia inevitable, porque cuando una norma se basa en aquello que no puede ser verificado ni delimitado, no hay forma de discutirlo ni de acotarlo. Y un derecho que no puede ser discutido ni interpretado racionalmente deja de ser derecho para convertirse en acto de fe jurídica.

El absurdo y la trampa se vuelven evidentes si llevamos esta lógica al extremo, algo perfectamente posible porque si la ley reconoce a un hombre como mujer, tiene el deber de respetar todos los derechos que a tal genero pertenecen y allí nos podemos encontrar con infinidades de delirios, como los que puntualizo a continuación: 

  • solicitar jubilación a los 60 años.
  • acceder a cuotas políticas, académicas y laborales diseñadas para mujeres biológicas, y entonces quien nunca padeció esa desigualdad, puede ocupar el lugar de quienes sí la padecieron.
  • en caso de cometerse un crimen contra una mujer, el agresor podría argumentar que “se autopercibía mujer” al momento del hecho, intentando evitar la tipificación agravada por femicidio o evitar se aplique la ley de violencia de genero. Si la identidad es una autodefinición, no hay criterios internos en la ley que impidan esa argumentación.
  • Puede solicitar ser alojado en una cárcel de mujeres, lo que expone a mujeres privadas de libertad a situaciones de riesgo real. El sistema carcelario, que debe proteger, queda jurídicamente atado.
  • Solicitar licencias, beneficios o protecciones asociadas a la maternidad.
  • Competir en el deporte femenino y romper todos sus records.

Todos estos ejemplos han sucedido en la realidad, no son inventos ni supuestos utópicos.

Sustituir el sexo por la autopercepción es una alteración estructural del edificio jurídico entero. Imagine el lector el escenario lo que sucedería si mañana un contingente de hombres decidiera inscribirse legalmente como mujeres, con el único fin de acceder a los beneficios, protecciones, cuotas y prerrogativas que el ordenamiento reserva a la mujer. La ley no podría negarse pues debe conferirle los derechos acordes a su sexo auto percibido. 

En este escenario desaparece el derecho, sobreviene el caos jurídico y se destruye por completo la realidad, que ya no será fruto del entendimiento, sino del sentimiento. Es un completo absurdo inimaginable conceder “derechos” en base a sentimientos, y lo es más que este tipo de leyes hayan salido del Parlamento. Lo que demuestra un nivel cultural y educacional paupérrimo en nuestros legisladores. 

Otro efecto claro y doloroso de todo esto es que la propia mujer se vuelve invisible como sujeto político y jurídico. No porque no exista, sino porque su definición fue absorbida por el género: una categoría más amplia, más laxa y completamente ajena a su experiencia histórica. El género termina diluyendo a la mujer y destruyendo todas sus luchas y reivindicaciones históricas. Lástima que las feministas no lo adviertan. Están tirando los hilos de su propia destrucción. Inaudito pero muy real.  

Proteger la dignidad de todas las personas no depende de cómo cada uno se sienta, ni exige negar la realidad del cuerpo, ni la biología ni mucho menos desmantelar la noción jurídica de mujer. La igualdad ante la ley y la justicia protege a todos los seres humanos sin distinción, sin jerarquías identitarias ni privilegios sectoriales, y lo hace precisamente porque se funda en un principio objetivo y universal: la misma norma para todos, la misma justicia para todos.

Allí donde exista una conducta injusta, violenta o discriminatoria hacia una persona —sea por su raza, su color de piel, su religión, su expresión o su orientación sexual— allí debe actuar el derecho con firmeza, condenado, castigando, reparando el daño y restaurando la dignidad vulnerada. Eso es justicia.

La empatía es un valor humano indispensable, pero no puede pedirnos renunciar a la verdad. Y la justicia no puede construirse sobre ficciones ni sobre percepciones subjetivas.

La verdadera defensa de la dignidad humana no consiste en negar la realidad, sino en reconocerla con claridad y, desde allí, garantizar que cada persona sea tratada con respeto, responsabilidad y libertad. Cuando el derecho se sostiene en lo real, protege. Cuando se apoya en lo imaginado, confunde. Y donde hay confusión, tarde o temprano, hay injusticia.

En fin: cuando el sentimiento se vuelve ley, es la realidad, la naturaleza y la verdad la que queda sin defensa, y con ello, la familia y lo más sagrado que tenemos: nuestros hijos.

El sentido común y la lógica se han esfumado en este país.

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