Mis pies están suspendidos, mis pensamientos envueltos en un eco que solo llena de ruido mi cabeza. Miro un sofá; parece nuevo, o tal vez estuvo ahí desde siempre. Únicamente recuerdo el sillón mecedor y a mi madre sentada en él, mientras la miraba tejer. Me acompañaba el sonido del sillón y de las agujas, casi como si fuera parte de la casa. Yo trataba de organizar la lana, aunque casi siempre eran enredos.
Este sillón no se parece a aquel. Y mi madre ya no está; solo puede visitarme en la memoria.
Me enojo. También extraño mi café con leche, que guarda el secreto de mi abuelo, uno que no recuerdo si alguna vez compartí. Mis manos están un poco torpes, y mi hija dice que podría olvidarme de cerrar el gas. La entiendo, aunque en mis recuerdos ella aún es pequeña. Pero cuando, por instantes, vuelvo a este presente y me siento en mi sillón, descubro que crecí y que ella también lo hizo; que ahora está pendiente de mí: de mis rabias, de mis charlas repetidas y de mis momentos de dulzura.
A veces me da miedo que se canse, porque aunque mi cuerpo es grande, yo, por momentos, vuelvo a ser niño.
De a ratos me incomoda. De a ratos me hace feliz regresar a aquellos años en los que fui feliz, reencontrar rostros que reconozco y que antes veía en fotografías.
Y únicamente puedo pensar en lo valiosos que son los recuerdos, en esos pequeños lapsus de lucidez, cuando el Alzheimer se olvida de mí.









