Y un día… llegó.
Después de semanas de “fresquitos”, “brisas”, y algún que otro “¿salgo con una camperita?”, finalmente se presentó en nuestras vidas el frío de verdad…bueno, los primeros fríos. Esos que entran por la espalda, se instalan en la frente y te recuerdan que no te despediste del verano, pero él sí de vos.
En casa, la llegada del frío activó un desfile que ya es clásico: la apertura oficial de la temporada de calefacción, también conocida como “la guerra de los sistemas” o “busquemos la forma más barata y efectiva de calentarnos un poco”.
Primero se enciende con asombro la estufa de leña de alto rendimiento. Se la mira como a un mesías, un auténtico monolito (de hierro en este caso) digno de admiración. Porque sí, en esta casa ahora hay una. Leña apilada con estética, vidrio térmico bastante limpio, y una calidez que transforma el living en un santuario de leños encendidos y pensamientos filosóficos como: “¿Cómo logran los troncos oler así de bien?”, “¿Estoy respirando nostalgia o monóxido?” o, “¿De dónde salió tanto humo?”
Pero claro, el fuego no llega a todos los rincones. Entonces se activa el aire acondicionado en modo calor, un guerrero de plástico blanco que apenas lo prendés ya está generando discusiones sobre las consecuencias de su uso.
Y allá, entre las sombras, entre el olvido y la resignación, metida adentro de un cambiador, o utilizada como mesa, está ella: la estufa a gas.
Antiguamente símbolo de modernidad y poder adquisitivo, hoy es más una mesita auxiliar que sirve para apoyar todo aquello que no queda en una silla. Su chispero murió hace años, seguramente tenga los oídos más tapados que yo cuando salgo de la piscina, pero ahí sigue. Como un silencioso testigo. Como una reliquia familiar. Como mueble emocional. Como esperando que aparezca Marie Kondo y nos diga que la dejemos ir
Y ante tanta opción, tanto aparato, tanto dispositivo… ¿sabés qué terminamos usando ayer a la noche? Una capa de ropa arriba de otra. Y otra. Y otra. Primero un buzo. Después otro buzo. Luego una manta. Y después otra. En un momento estaba tan cebollizado que mover un brazo implicaba pedir permiso al codo y la cama era el último bastión, donde terminé tapado hasta la nariz.
Entonces propongo, de forma seria, reflexiva y absolutamente ridícula, que empecemos a considerar nuevas opciones de calefacción sustentable y emocional: un traje térmico estilo astronauta pero hecho con piel de peluche de oso (ficticio, claro), un microondas corporal que te caliente por dentro como un tupper con guiso, o volver a lo básico: una bolsa de agua caliente (de semillas no, porque no me aguanto el olor), un animal peludo encima del pecho (para quien le guste), y resignarnos a hibernar hasta septiembre.