Llegó diciembre y con él esa pregunta que flota en el aire como una amenaza envuelta en papel de regalo: ¿con quién pasamos las fiestas? Es el momento del año en que las familias, ya bastante frágiles de por sí, deciden ponerse a prueba como si fueran voluntarias en un experimento social de alto riesgo. Se habla de paz, de unión y de espíritu navideño, pero la verdadera tradición no es brindar a las doce, sino negociar “anticipadamente” y con cara de serenidad mientras internamente rogamos que alguien (el destino, el azar, la gripe, algún asteroide, una nueva amenaza extraterrestre, o un estado de whatsapp de Ruglio) resuelva todo por nosotros.
Las conversaciones comienzan suaves, casi cariñosas, como si estuviéramos coordinando una salida pacífica. Pero no, estamos acordando el orden jerárquico del afecto. Es un tema que viene cargado de un arsenal de culpitas acumuladas: la vez que no fuiste, la vez que llegaste tarde, la vez que elegiste la otra casa y quedó guardado en la memoria emocional. Y uno sabe que diciembre no perdona, porque es el mes en que la familia mide quién quiere más a quién a través del largo de la mesa.
La presión es tan sutil como un cadenazo en los dientes. Los mayores preguntan con un tono dulce pero con la mirada de quien está listo para actualizar el testamento según tu respuesta. Y ahí vamos, respondiendo con frases vagas, “estamos viendo”, “falta definir”, “avisamos cuando sepamos”, mientras vamos elaborando estrategias geopolíticas para no quedar mal con nadie y, al mismo tiempo, intentar sobrevivir sin gastritis hasta Año Nuevo.
Elegir dónde pasar las fiestas es fácil; explicar por qué es un proceso similar a declarar ante un tribunal que tiene como juez y jurado a personas que creen que el pan dulce con frutas secas es una delicia. Las caras se estiran, los silencios se vuelven densos y de repente todo el mundo recuerda que si no vas este año, quizás “ya no haya muchas fiestas más”.
Lo cierto es que, si no existiera el chantaje afectivo ni las cadenas hereditarias, la mayoría pasaría la noche del 24 con un combo simple: ventilador, algo frío para tomar, una comida improvisada y mínima interacción humana. Pero diciembre exige sacrificio. Exige sonrisas que crujen como garrapiñada y abrazos que uno da como obligado. Exige recordar que la familia, por más caos que traiga, es una institución que no admite excusas, y menos en estas fechas.
Y aun así, entre el ruido, las indirectas y las tensiones de cada año, siempre hay un pensamiento que brilla como lucecita navideña en quienes ya resolvieron el dilema para siempre: qué bueno que es, para unos pocos privilegiados, tener ya las fechas divididas y no tener que pasar por este proceso todos los años.





