Esta es una breve selección de relatos cortos, a medio camino entre la crónica y el cuento, y a medio camino también entre la realidad y la ficción, escritos por Jorge Pignataro, periodista de este diario.
«Son un intento -ha dicho alguna vez su autor- de transformar en literatura observaciones cotidianas».
Esas observaciones no son lejanas: las calles de Salto son el escenario.
LA FERIA
Fue una semana de pensamiento intenso. Toda la semana pensó cómo se mirarían con un conejo cuando estuvieran frente a frente. Pensaba cuál sería exactamente el color y qué sensaciones daría acariciarlo. Sabía que el conejo sería más alto que él y hasta pensó cuál de los calzados que tenía era de suela más alta; que igual se tendría que poner en puntas de pie pensó, para mirar mejor, por primera vez, la mirada de un conejo.
Cuando en la casa hablaban de la feria, se imaginaba una cuerda verde larguísima, en el medio de un campo desierto, donde se colgaba ropa para vender. Cuando empezó a notar que todos los domingos el abuelo iba a la feria y volvía con naranjas, se dio cuenta que no solo ropa se vendía. Entonces imaginó que la feria era un lugar lejano donde la gente compraba, además de ropa, frutas y verduras que se arrancaban en ese mismo momento, de ese campo.
Un domingo escuchó decir al abuelo que había muchos conejos para vender en la feria, y quiso ir. En la casa le dijeron que comprarle uno, ni pensar. Pero a él le alcanzaba con conocerlos. Como imaginaba que el conejo hablaba en otro idioma, ante el espejo ensayó toda la semana cómo le guiñaría un ojo y sobre todo, cómo iba a sonreír frente al conejo, para que el conejo no lo olvidara nunca más y hasta de repente, le mandara saludos en la tele. Todas las tardes miraba dibujos animados con conejos.
Llegó el domingo. Llegó a la feria con el abuelo. No era un campo ni era lejos. Era la Plaza de Deportes. Mientras el abuelo compraba zanahorias por Agraciada y le decía que los conejos estaban a la vuelta («esperá que ya vamos para allá, es a la vuelta, por Errandonea»), él seguía ensayando sonrisas para regalarle al conejo.
Llegaron a un conejo. «Ahí tenés uno» le dijo el abuelo y él no lo veía y preguntaba dónde, dónde, dónde está el conejo…
No lo vio nunca. Solo vio «como una rata grande, muy blanca, en una jaula chiquita». No lloró. Tenía en el pecho muchas ganas de llorar, pero no lloró. Seguía ensayando sonrisas, para disimular.
PLANKE
Fue ayer de tarde. Capaz fue porque yo venía media cuadra más atrás, donde no había empezado todavía la subida tan pronunciada, y ellos allá arriba, ya llegando a la cima de Varela y Las Piedras. O fue capaz porque eran basquetbolistas, pienso yo, que los vi tan altos. Eran dos, no sé si de pelo muy negro o de piel morena y cabezas rapadas. Apuré el paso, cabeza encorvada, miraba el suelo para no desanimarme mirando los metros de subida que me faltaban. Llegué rápido, dejé atrás la cuadra llena de gatos que están siempre ahí como petrificados, como esculturas de yeso antiguas pero restauradas, y casi de golpe estuve en la esquina junto al tanque de OSE.
Pero ellos iban ahora casi una cuadra más adelante. Mejor que no los alcancé. Mejor que nunca se dieron vuelta. No hubiera querido verlos de frente.
Miré para el lado del Hogar de Ancianos, uno de boina de lana estaba sentado afuera, en silla de ruedas y con una frazada de todos los colores del mundo como falda larga sobre las piernas. Me saludó y entonces me acordé de Planke. Una vez más me acordé de Planke, porque ya unos metros antes Planke había venido a mi recuerdo (como un relámpago, como una pincelada, como un viento de colores que pasó y olvidé instantáneamente): me acordé de él y su museo de calle Acuña de Figueroa mientras miraba, allá arriba, las dos cabezas oscuras que marchaban juntas, dos círculos negros que manchaban el aire como manchas de humedad en una pantalla de televisión.
Visité a Planke a fines del 99. Entre tantas piezas de museo y pinturas, me mostró la colección de órganos petrificados: un riñón de oveja, un corazón, un hígado de búfalo. Pero lo que más me impactó, fueron dos cabezas de indios jíbaros, del tamaño de un puño, «reducidas en un proceso a base de arena, sol y agua», me dijo Planke. Estaban en frascos de vidrio. No olvidé jamás los ojos cerrados, los rostros indescriptibles.
Será por eso que ayer de tarde no quise ver aquellos dos rostros de frente. Creo que tuve miedo de reencontrarme con cuatro ojos cerrados y dos bocas cosidas.
CARPE DIEM
Doblaron de Bilbao a Brasil charlando animadamente y el tema, parece, era solo uno. Y solo una la forma: ella preguntaba y él contestaba. Ella caminaba tomando mate, él con un bollo en una mano, una cajita de jugo en la otra y los bolsillos de la túnica llenos de caramelos. El hombre que esperaba el ómnibus por Brasil, me dijo que alcanzó a escuchar solo algunas preguntas y algunas respuestas, mientras pasaban frente a él. Después los perdió como dos manchas que se perdían en la vereda. Lo que escuchó se le grabó para siempre. Le pareció una madre enojada, y un niño distraído y feliz.
-¿En serio te gastaste los 100 pesos?
-Sí
-¿Sabés qué día es hoy?
-Sí, martes 28 de setiembre, sé porque es el cumpleaños de Peñarol.
-Te faltan tres días todavía, ¿sabés?
-Sí, hasta el viernes.
-¿Y qué vas a hacer?
-Hoy voy a festejar el cumpleaños de Peñarol.
-¿Qué vas a hacer con las meriendas?…eso te digo…la plata tenía que durarte toda la semana.
-No importa.
-¿Cómo te fue hoy? ¿Cómo te portaste?
-Bien.
-¿Aprendiste algo nuevo?
Mucho.
-¿La maestra te corrigió el deber?
-Sí, y estaba bien, me dijo que eso mismo era Carpe Diem, vivir ahora, disfrutar el momento.