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miércoles, diciembre 3, 2025

3 cuentos de María Luisa de Francesco

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Diario EL PUEBLO digital

El Muerto

Un tipo especial sería el muerto. Digo eso porque en nuestro pueblito de frontera, nadie o casi nadie usaba zapatos de cuero. Además, apareció en un auto cola chata que lo dejó en la plaza, la única, y se fue a toda velocidad como huyendo.

Apareció de la nada en nuestro pueblito y se paseó orondo por la calle principal. Con paso elegante, con lentes para sol que justo no eran necesarios. Fue un día terrible de nubes y truenos y ni una gota de lluvia.

Mirando la nada que había para ver. Se paseó por todito el caserío, dicen que le dio monedas a los niños, pero no lo vi.

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Otros dicen que acarició al Chucho, que viene a ser el perro del pueblo, es feo y está viejito. Tampoco vi eso. Solo lo vi caminar como buscando o dejando que tal vez, pueden parecerse. Estaban todos mirando lo que el tipo hacía, no sé si se daba cuenta. Porque acá nunca viene nadie que no conozcamos. Acá los que vienen, y son cada vez menos, son parientes de los que nos quedamos.

Cerca de medio día cayó muerto en la plaza. Cayó sin ruido, se dobló como un papel, dobló las rodillas y finalmente todo su cuerpo se durmió sobre las piedras de la única plaza del pueblo.

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Hicimos deducciones antes de acercarnos. Después vimos el hilo de sangre que oscilaba y se perdía desde su pecho. Ahí supimos que no escuchamos el tiro, pero lo mataron. ¿Es posible con aquel día gris en un pueblo solitario, no escuchar un disparo? No sé.

Lo mataron. Esa noticia sería un plato de primera clase para nuestra monotonía cotidiana. Vino el comisario en persona. Pidió cosas inexistentes: un forense, un equipo de investigación y análisis. En fin, nos reímos el día entero de esos pedidos que eran un chiste. El comisario no tenía nada de eso y cuando se dio cuenta, salió gritando que necesitaba la única carnicería del pueblo para meter el muerto hasta que llegaran las autoridades de “más arriba”.

Cuando ya nos habíamos olvidado del muerto anónimo que nos puso vida con su muerte, apareció aquella mujer vestida de negro y de lentes oscuros. Una mujer de paso lento y seguro. Preguntó por un hombre aquí y allá. Entró y salió de la comisaría y la iglesia. La viuda, pensamos. 

Al atardecer había desaparecido. No dejó rastros. Ni el comisario ni el cura dicen haberla visto. Estuvo y preguntó, pero nadie la recuerda. Volvimos lentos al aburrimiento de siempre. El muerto congelado se aburre con nosotros. 

Y “ los de arriba” nunca vinieron a conocer al muerto. Habría que enterrarlo.

Otro NN más. Dicen que hay muchos. Yo no sé, para nosotros es el primero. Por las dudas, dice mi padre, pongan NN1, por si siguen apareciendo. 

Así lo hicimos. Después nada, nos quedamos esperando el siguiente muerto y también deseamos ver a otra mujer que nadie ve o nadie recuerda. 

La casa de los baúles

Visitar a tía Arcadia era casi un compromiso semanal. Y lo tomamos mucho más en serio cuando enviudó y a los pocos días había vendido la casona enorme, vacía de hijos y marido y mascotas, se mudó alejada de los límites más urbanos.

Tía Arcadia era joven aún, apenas pasaba los cincuenta, tenía una melena rigurosamente cortada y con algunas canas, usaba poco maquillaje y le gustaba usar ropa deportiva.

Ir a su casa, después que se mudó, pasó a ser un encantamiento extraño para nuestras adolescencias jóvenes. Además de un pequeño jardín al frente, la casa era pequeña y cómoda, pero no tenía muebles.

Adentro de cada habitación había baúles, de diversos tamaños y colores, antiguos y modernos. Nos sentábamos en unos tapizados de almohadones y la tía iba a la cocina y traía mate, café o jugos, según la ocasión, más alguna delicia culinaria hecha con sus manos.

El gran tema es que la cocina también estaba llena de baúles de infinitos tamaños y colores. La primera visita no preguntamos nada, salimos las tres primas, convencidas de que se había vuelto loca y había puesto todo dentro de baúles.

La segunda visita le pedimos para ver su dormitorio con la ilusión de ver una cama. Sólo baúles. Y a nuestra pregunta de dónde dormía, abrió uno hermoso que adentro lucia primorosas sábanas. A mí me pareció la cama de un vampiro, les dije asustada a mis primas, al salir ese día de su casa.

Teníamos que descubrir el secreto. Pero la ansiedad pudo más y se lo preguntamos directamente: – Tía, queremos saber por qué guardas todo en baúles y no usas más muebles, ni adornos, ni cuadros…

— Porque guardo todo lo que tengo y nadie sabe si tengo mucho o poco, si todo está brillante o un poco sucio, si guardo cosas viejas o me compré todo nuevo— contestó— porque a nadie le importa y quiero vivir así.

Fin de la conversación pero no de nuestra curiosidad. Después de meses de visitarla y charlar con ella, nos animábamos y mirábamos algún baúl. Nada. Nunca vimos nada. Ni en los pequeños de la cocina.

¡Su casa siempre estaba inmaculada, pero lucía tan extraña llena de baúles!!! Algunos tenían candados.

Ese invierno la tía Arcadia se negó a cuidarse del frío y salió como siempre a las seis de la mañana a dar su larga caminata. Al otro día, cuando la visitamos nos comentó que se sentía afiebrada y muy cansada. Nos fuimos temprano y le pedimos que nos llamara si necesitaba algo. Pues en algún baúl tendrá su teléfono, supusimos.

Pero a la semana siguiente no nos abrió la puerta el día de visita y temimos algo raro. Llamamos a los mayores que jamás la visitaban, después a los vecinos que confirmaron que hacía muchos días no la veían. Finalmente, llamaron a la policía quien después de 48 horas tuvo orden de abrir la casa.

La casa lucía inquietante con sus baúles. Sólo el que tía Arcadia usaba como cama contenía su cuerpo adentro. Era macabro: el baúl estaba abierto con la tía muerta adentro. Impecable como si durmiera estaba, pero después, el forense dijo que hacía tres o cuatro días que había muerto.

Nadie explicó ni preguntó demasiado. Los más curiosos abrieron un par de baúles y al no ver nada adentro, perdieron interés y se fueron. Nosotras nos quedamos en la casa esa noche. A la tía la llevaron a la morgue. El sepelio al otro día, después de la autopsia. Nosotras insistimos en quedarnos, éramos las únicas que la visitábamos desde hacía un año.

La verdadera razón era abrir los baúles. Ya sabíamos en cuál de ellos estaban las llaves de los cerrados. Nos dimos a la tarea apenas comenzó a caer la tarde. Abrimos todos, todos, los infinitos baúles.

No encontramos nada! Ni una cuchara, ni una taza, ni un abrigo, ni un solo objeto de valor o sin él. Era la casa más paupérrima del mundo, pero estaba llena de baúles que quién sabe qué secretos guardaban.

La renga

Daba pena verla. Tan joven y bonita y con una renguera tremenda. Iba vestida con un equipo de gimnasia de los caros.

Cuando la vi hacer fila entre dos discapacitados me pareció normal. Se las arreglaría para evadir esas colas interminables en los aeropuertos internacionales.

El tema fue con la seguridad del aeropuerto. La chica tenía una pierna ortopédica, me dio aún más pena.

Luego nos vimos en el avión. Ella estaba dos filas delante de mí. Parecía nerviosa. Me imaginaba lo que era explicar en cada vuelo y en cada puerta de seguridad que llevaba una pierna metálica.

Y todo marchó bien. Un buen despegue y en hora. Entonces la chica con una agilidad increíble trepó a su asiento y avisó que su pierna era una bomba. Secuestró el avión.

Nos desvió a un rumbo incierto. Estoy escribiendo en el blog de notas de mi celular.

Nunca tuvo pierna ortopédica. Era contorsionista y llevaba completamente doblada la rodilla. La pierna metálica contiene una bomba que nos matará de no llegar el avión al destino que le ordenó al piloto.

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