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miércoles, diciembre 3, 2025

2 Cuentos y 1 poema de Teresa Escanellas

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Diario EL PUEBLO digital

Teresa Escanellas, artiguense, profesora de Literatura egresada del IPA. Esa formación la llevó a escribir como un gesto íntimo. Con el tiempo, el aliento de amigos la impulsó a compartir cuentos y poemas. Hoy, en la UNI3, dicta talleres para adultos mayores, promoviendo la lectura como acto vital y celebración de la vida.

 Vueltas de la vida

Nunca le había gustado Montevideo, claro que tampoco lo conocía muy bien, pero esa sensación de inseguridad, entre tanto ruido, aumentaba. La parada del 637, completamente llena, los ómnibus repletos, y ella mirando con ansiedad el número de aquellos, tan borroso a la distancia y cuando cerca, tan rápidos, pasándola y dejándole esa sensación de poca cosa, de insignificancia.

—¿Por qué vine a Montevideo? —pensó Celia—, sintiendo las piernas pesadas y doloridas de tanto caminar, doliéndole las caderas al estar llena de paquetes y en mala postura. ¡Cómo duele el cuerpo cuando una llega a vieja! De repente, sintió que la miraban. ¿Será un conocido? Giró la cabeza y vio a un hombre de su edad, morocho, bigotes, lentes, que la observaba con atención.

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Esos ojos… esa nariz… esa boca… le recordaban otra época, ya muy lejana, la quermese en la escuela de La Guayubira, la familia toda, sus hermanas, más blancas, más delicadas, y por qué no, más bonitas. Todas con sus novios de buena familia y ella más negra, más tosca, más sola, sin novio, sentada, mirando las parejas en la pista de tierra, mojada a intervalos por Doña María, la cocinera y el alma de la escuela. 

Ella miraba el recorrido de las manos, de la palangana al aire, desparramando agua, las gotas aterrizando en la tierra, sin darse cuenta que un par de pantalones se habían parado frente a ella.

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—¿Gusta bailar?

Sí —dijo balbuceando, conteniendo el contento. El vals, la polca, el chote se sucedieron y ella bailaba envuelta en los brazos masculinos, oliendo el sudor mezclado a caña de su compañero, sintiendo un calor extraño en el vientre…

Ahora los ojos estaban sobre su rostro. El hombre se acercó.

—Disculpe Doña: ¿Usted no es de La Guayubira?

—Soy.

—¿Usted no es Suárez, hija del finado Cholo Suárez?

—Soy.

—¿Vos no sos Celia, la Negra?

—Soy.

—Yo soy Marcos Lenzi. ¿Te acordás de mí?

—¡Más claro que mi lembro! —dijo en su portuñol querido—. ¡Qué casualidad encontrarnos aquí!

Comenzaron a charlar; ella le contó de su viudez, de los hijos casados y de la soltera, con un hijo, que vivía con ella, de su paseo a este Montevideo tan complicado para uno del interior.

Él le habló de su divorcio, de los hijos mayores, de los nietos, de su vida en la capital, extrañando el terruño, pero… ¿a qué volver si no tengo nada allá? Los viejos murieron.

Pasaron dos 637, las piernas no le dolían más, las caderas menos… ¡Cómo no se siente el cansancio cuando una está entretenida!

—¿Por qué no vas a lo de mi cuñada en Maroñas a tomar unos mates y charlar antes de que me vaya?

—¿Pero vos sos loca? —¿A tu edad? —¿No te alcanzó el borracho de tu marido? —¿Para qué querés otro hombre? —¡Apenas lo conocés!…

Las palabras, las frases eran ecos lejanos.

Sentada en su querida vereda artiguense, en su silla plegable, tomando el mate compartido con el Marcos Lenzi, Celia (la Negra), sonreía, pensando en sus hermanas viudas blancas, delicadas, flacas, secas y amargadas.

CASTILLO (poema)

Érase que se era / érase que Él se es. / Érase un tronco hechizado / que castillo quería ser.

Tiene torres, tiene almenas, / tiene vigía y prisión, / una campana que tañe
llamando al primer albor.

¡Pero no tiene princesa, / ni príncipe encantador!

Érase que se era / érase que se es. / Érase un castillo árbol / para quien lo quiera ver.

LOS DIENTES DE ALTAMIRA

“La vida de una mujer madura y sola, tiene sus ventajas” —pensaba Altamira— mientras depositaba en un vaso su dentadura postiza. Antes, cuando tenía compañero, nunca se hubiera atrevido a hacerlo, por más que le molestara. Pero… hacía tanto tiempo que estaba sola y le dolía tanto la encía, que se decidió.

No le gustó verse en el espejo del baño con la boca fruncida y arrugada, entonces resolvió no mirarse en él cuando estaba sin dentadura. La convivencia con esas debilidades se volvió habitual como tantas costumbres de su vida.

Aquella noche no había sido igual a todas. La mirada de aquel hombre en el ómnibus le había despertado sus ansias dormidas y el sueño era agitado y poblado de pesadillas. A las 5 despertó sobresaltada. Miró hacia la mesa de luz, el vaso lucía un agua clara y transparente, sin nada dentro.

Se levantó desesperada y buscó por todos lados, revisó palmo a palmo su diminuto apartamento. No la encontró. ¿Y ahora? A las 8 avisó al trabajo que se sentía mal. Nadie sospechó lo contrario, su voz no era la de siempre al no tener los dientes y esa anomalía debía deberse a su enfermedad.

Tomó dos Plidex juntos y se sentó, completamente desorientada. Su vida había perdido el poco sentido que tenía. Cuando el portero tiró el diario por debajo de la puerta, lo miró distraída, pero lo tomó y lo abrió pensando en distraerse mientras llegara la hora de ir al dentista. Los titulares golpearon su vista:

INCREÍBLE: Dentaduras postizas se desplazaron por las calles de la ciudad, mordiendo a diestra y siniestra.

“A partir de la medianoche varias personas fueron atendidas en las emergencias de hospitales y mutualistas de nuestra ciudad, presentando mordeduras de diversa entidad. Al ser atendidas en los nosocomios locales estas personas señalaron que habían sido mordidas alevosamente cuando fueron atacadas por dentaduras postizas, las que, después de perpetrado el hecho, se dieron a la fuga.”

Al no dar crédito a lo que leía, Altamira encendió el televisor. En ese momento estaban entrevistando a una de las víctimas:

“Estamos pensando reunirnos y formar una asociación de víctimas de mordeduras para poder identificar a los dueños de las dentaduras e iniciar una acción judicial por daños y perjuicio. Si ellos no se las sacaran de la boca esto no pasaría” —decía la mujer con pinta de abogada.

Cada vez más nerviosa, Altamira cambió de canal. “… debían prohibir a los usuarios de dentaduras postizas el despojarse de las mismas durante la noche. No solo son antiestéticas flotando en el vaso de agua, sino que ahora se han convertido en un peligro público al cobrar vida por ignorados mecanismos. La intimidad individual no debe ser un obstáculo para la prevención de hechos como los sucedidos anoche” —proclamaba Néber Araújo por Canal 12.

—¿Qué haré ahora? —se preguntaba una Altamira temblorosa y casi descontrolada—. ¿Cómo identificar a los usuarios de dentadura para reunirnos y poder protegernos de esos juicios, si nadie confiesa que no tiene dientes? Esto me pasa por no ahorrar dinero y hacerme un implante, se atormentaba Altamira, mientras su boca se hundía y arrugaba mucho más.

En su esfuerzo por no perder totalmente el control de sus nervios, revisaba en su memoria buscando una explicación a lo sucedido. Recordó que la semana anterior había notado que la boca del contador de su oficina se movía más de lo habitual.

El hombre tenía la costumbre de desencajar la dentadura en un movimiento que a veces parecía que se iba a escapar. Comprendió, que lo que ella notó diferente, era el esfuerzo del contador por mantenerla a raya, cada vez que repetía sus mecánicos movimientos.

La imagen de involuntarios desplazamientos en el interior de la boca de algunos de los pasajeros del ómnibus, al regresar a su casa anoche, se le presentó, ahora nítidamente, como si los hubiera registrado su subconsciente, para recién ahora aflorar.

¿Podría tratarse de una conspiración?

El sonido del teléfono le hizo desviar la atención y la mirada. Sus ojos chocaron con un vaso de agua y una dentadura dentro. El despertador, no el teléfono, sonaba con estridencia. Al darse cuenta de que todo había sido un sueño, Altamira sonrió dejando al descubierto una limpia y rosada encía.

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