En el mes de mayo se cumplieron cien años del nacimiento de uno de los mayores narradores latinoamericanos, Juan Rulfo, el autor de las notables narraciones “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”. A propósito compartimos con los lectores de EL PUEBLO esta muy buena colaboración del escritor capitalino Alejandro Michelena:
JUAN RULFO: CENTENARIO DE UN MEXICANO UNIVERSAL
Es fama que en el único encuentro que tuvieron Borges y Rulfo en Ciudad de México, ante la pregunta del primero: “¿Cómo está, Juan?”, el mexicano contestó, lacónicamente: “Aquí, muriendo…” Cierta o apócrifa, la anécdota es ilustrativa de las características de Rulfo y su mundo creativo. A tantos años de su escapada definitiva a esa Comala poblada de espíritus que supo describir en «Pedro Páramo», vale la pena recordar una vez más su obra y su valía. Para que un escritor pueda ver su tarea reconocida por la crítica más aguda, apreciada por sus pares y por los lectores más sensibles, se requiere que antes haya publicado varios libros. No es el único requisito, pero en general es un ingrediente necesario. Pero hay excepciones a esta regla. Es el caso de Juan Rulfo, al que le bastaron nada más que dos libros no demasiado extensos, el volumen de relatos «El llano en llamas» (1953) y la novela «Pedro Páramo» (1955), para ocupar un lugar privilegiado entre los grandes de las letras de nuestro continente.
En su narrativa –reducida en páginas pero inmensa en significación– el escritor mexicano logró la proeza de universalizar el ámbito regional de su Jalisco natal. Con un estilo personal, a través del cual reinventa el habla campesina, y también los silencios de esos personajes solitarios recortados en un paisaje casi siempre árido y duro, trascendió el mero localismo al imprimirle a sus criaturas y sus peripecias una dimensión cósmica.
Rulfo es el más grande escritor de su país porque logró –en relatos perfectos como «Luvina», o en esa novela sin parangón que es «Pedro Páramo» – decantar ciertas esencias del alma mexicana. Allí está ese fatalismo resignado (producto del sincretismo entre la cosmovisión indígena y el cristianismo), y sobre todo la presencia obsesiva de la muerte que peculiariza a ese pueblo. Pero su mayor logro está en haberle dado a esas historias, de base auténticamente regional, un aliento universal.
Y esta cualidad de la narrativa rulfiana esta fundamentada puramente en el estilo: esas frases parcas pero precisas; esos diálogos secos pero elocuentes, esas descripciones sintéticas pero plásticas y sugerentes. Luego de estas dos obras maestras indiscutidas, su autor se llamó a silencio por décadas. Prometía cada tanto un retorno, que siempre posponía para más adelante… Recién cumplió en 1980, publicando «El gallo de oro», libro que sin llegar a compararse con sus relatos mayores es innegablemente rulfiano.
Quien no conozca a Rulfo y lea esto, podría imaginar su narrativa como atípica o insular en el panorama mexicano. No lo es en absoluto. La podemos alinear como ejemplo tardío de esa corriente regional posterior a la saga novelística que marcó el desencanto ante los resultados de la Revolución (cuyo mayor exponente es «Los de abajo» de Mariano Azuela), que dio novelas tan estimables como «La sombra del caudillo» de Martín Luis Guzmán y «Al filo del agua» de su coterráneo Agustín Yáñez.
Lo que la singulariza en realidad es la mayor potencia creativa. En sus largos años de silencio literario Juan Rulfo se dedicó a la fotografía. De hecho, por la calidad de sus tomas lo podemos considerar un creador notable también en el terreno de la imagen.
Lo más sugestivo es el paralelismo que es posible hacer entre sus relatos y sus fotos: unos y otras son expresiones de un mismo y coherente universo artístico.
Juan Rulfo, a 100 años de su nacimiento
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